_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Retazos para una estrategia mundial de paz

Los judíos mataron a Jesús. En esta lacónica afirmación, expresiva de la secular tradición antisemita de la cultura popular cristiana, se condensa muy precisamente la fuente del escándalo que ha suscitado, en la sociedad angloamericana y en menor grado entre nosotros, la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson.

La interpretación histórica de la condena y muerte de Jesús que ofrece esta filmografía ha suscitado la réplica en otras que tratan, por el contrario, de eximir del crimen al pueblo judío cargando la responsabilidad del mismo sea sobre el gobernador romano Poncio Pilato, sea sobre el propio Jesús, quien, por su conducta provocadora e insolente de atacar la tradición sacrificial judía en Jerusalén expulsando a los mercaderes del Templo, se hizo merecedor de su suplicio.

Este Jesús casi suicida ejerciendo de insolente y aturdido agitador político no cuadra con lo que sabemos de su vida, porque los textos evangélicos se entienden con coherencia únicamente cuando comprendemos que Jesús de Nazaret no pretende desafiar la autoridad judía, ni monta en cólera contra los mercaderes porque comercien, sino porque lo hacen utilizando para ello el Templo, subvirtiendo así el orden de valores al poner lo sagrado al servicio del interés terrenal.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Pese a ser hijo de un pueblo sometido al poder de Roma, Jesús nunca se pronunció como defensor de la causa nacionalista judía. No vino a predicar ni a imponer un nuevo orden político y en repetidas ocasiones ("... dad al César lo que es del César...", "Mi reino no es de este mundo"...) dejó bien claro que su misión no era la de servir al orden mundano necesario al encauzamiento de los quehaceres humanos, sino la de colmar con la buena nueva iniciática que él anunciaba la sed inextinguible de infinitud que habita en el corazón del hombre.

El Jesús de los textos evangélicos nada tiene que ver con esa figura, tan frecuente en la historia de la Iglesia, del prelado politizado, disidente o adicto al orden político reinante, que compromete su autoridad eclesial para ponerla al servicio de una causa política, sin poner reparo en predicar sus juicios y opiniones personales desde la altura que le otorga su magistratura eclesiástica. Grave confusión perpetuada en el seno de una Iglesia triunfalista y sempiterna cómplice del poder terrenal, confusión que degrada y pervierte la buena nueva evangélica.

Para medir la gravedad de esta confusión en el registro de lo grotesco trate el lector de representarse a Jesús oficiando de nacionalista más o menos solapado, como hacía, en el tiempo de sus pastorales, el obispo Setién de San Sebastián cuando defendía con unción paternal la causa nacionalista vasca, olvidándose por lo demás de las víctimas de la barbarie etarra que aquélla pretendía explicar cuando no justificar.

La versión que presenta al pueblo judío exento de culpa en la condena y muerte de Jesús, basada en el hecho de que judicialmente Poncio Pilato tenía en exclusiva la potestad de dictar orden de castigo y ejecución contra él, es defendible, aunque no entiendo cuál pueda ser la bondad de tanto afán en sostener la validez histórica de una interpretación inevitablemente problemática sobre algo que ya no debería tener para nosotros, ciudadanos del siglo XXI, mayor relevancia, a menos que queramos dársela movidos por el deseo de recrear una polémica que no puede sino retroalimentar los prejuicios y fantasmas antisemitas. Que algo, en suma, tan poco trascendente, al confrontarlo con la pavorosa y cotidiana realidad actual, como es una película levante una polvareda mediática en virtud de unas imágenes que cuentan un crimen remoto del que nadie puede sentirse singularizadamente responsable, no deja de ser alarmante porque denota el profundo disfuncionamiento que en la percepción y valoración social de los hechos aflige a nuestro mundo.

Al parecer, Juan Pablo II, tras ver la película de Gibson, declaró: "Así fueron las cosas". Pero lo verdaderamente bochornoso es que así siguen siendo las cosas. Porque el hecho real y de actualidad abrumadora es que así siguen siendo las cosas en nuestro siglo XXI, en Palestina y en Irak, en Chechenia y en Ruanda, en Estambul y en Casablanca, en Manhattan y en Atocha, por no citar más que algunos lugares entre tantos otros donde se repite y se perpetúa el martirio de los inocentes.

¿Cómo entender este escándalo mediático por unas imágenes de celuloide cuando, por otro lado, nadie parece escandalizarse de que EE UU lleve gastados, en el infortunio donde Bush los ha metido invadiendo Irak, el alucinante monto de 125.000 millones de dólares, en un mundo donde malviven más de 250 millones de niños malnutridos y donde la miseria mata cada año más personas que las que perecieron en la Segunda Guerra Mundial?

Frente a este pavoroso escenario de la realidad actual de nuestro mundo, con la interminable guerra israelo-palestina en la primera página de los telediarios, oprobio de la comunidad de naciones que se presentan como valederas de los más altos logros de la civilización, ¿qué importancia puede tener si aquellos judíos o romanos de hace 2.000 años fueron mucho o nada responsables de la muerte de Jesús? Realmente ninguna, aunque imaginariamente tendrá la que queramos darle para perpetuar nuestras querellas y antagonismos entre culturas y naciones, mientras el barco global hace agua por los cuatro costados y amenaza con zozobrar en las aguas de una realidad desatendida que hemos preterido frente a nuestra propensión incurable a cultivar nuestro excluyente narcisismo tribal y nuestra ambición de dominio sobre los pueblos y naciones en los que rehusamos reconocernos, tan sólo porque no compartimos con ellos el mismo terruño, la misma historia y la identidad cultural que les es propia.

De cara a una estrategia global de paz que la mundiali-zación de la violencia nos impone con inusitada urgencia, el desarrollo de cauces culturales que promuevan la valoración social de lo que nos une en detrimento del omnipresente reflejo identitario grupal que nos separa y enfrenta es de una relevancia primordial.

Compartimos el privilegio y responsabilidad de ser conscientes de nuestra propia existencia, compartimos la angustia ligada a la incertidumbre de nuestro devenir humano radicalmente insuficiente, habida cuenta de nuestra condición mortal de la que somos portadores conscientes, junto con el deseo infinito de vivir que nos habita. Compartimos nuestra radical conflictividad dentro de nosotros mismos y entre unos y otros, y asimismo, si no nos hemos alienado de nuestro corazón, compartimos nuestra condición de nacidos para el amor.

Y es ahí, en ese lugar de nuestro privilegio y responsabilidad de nacidos para el encuentro consciente con el otro, con ese otro semejante en la alteridad y no en la proyección de nuestros anhelos y aversiones que nosotros mismos somos, donde se cumple la función que nos hace plenamente humanos y donde se alumbra, más allá de la esfera de lo subordinado a la vida biológica, el sentido de nuestra vida, sentido que se hace carne en el corazón humano como experiencia viva del amor.

Esta experiencia viva del amor es el espacio abierto a la experiencia religiosa de lo inefable, experiencia que habita en el vivir humano como una constante nunca desmentida en la historia de los pueblos desde el remoto confín de los tiempos que vieron nacer al hombre. Porque la raíz de toda vivencia religiosa es antropológicamente la misma sea cual fuere la filiación confesional, y ella no es otra que el corazón humano.

Corazón humano condenado por su misma incompletud esencial a sufrir la llaga de lo que le falta, carencia constitutiva de su humanidad que hace del hombre un ser de deseo, condenado al deseo, al que le arrastra su indefectible sed de completud y le empuja, si sus trabas culturales y emocionales no se lo impiden, a vivir la experiencia humana de lo inefable o divino.

Urge potenciar la valoración social en nuestra cultura global de esta nuestra común condición de seres dotados de la virtualidad de experimentar lo inefable o divino, sean las que fueren las formas históricas y culturales en que se arropa y en las que siempre corre el riesgo de desvirtuarse y perderse, como tristemente lo prueba la omnipresente presencia de los conflictos y guerras de religión.

Más que las estériles contiendas en torno a la interpretación que debe darse a los textos sagrados de la Biblia o el Corán, lo que urge es la promoción de estrategias culturales de valoración social de lo que nos une, una empresa que los cristianos deberíamos emprender en colaboración con los judíos a los que tanto debemos. Para ello necesitamos relativizar y conceder menos importancia a nuestros respectivos narcisismos colectivos, a sabiendas de que ésa es la mejor vía para rebasar los posicionamientos cerrados que alimentan el antisemitismo secular del que la guerra israelo-palestina es hoy la expresión más aterradora.

Juan Petschen Verdaguer es psiquiatra.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_