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El bosque de Aznar

Los mayores lo recordarán. Ellos mismos fueron retratados así cuando sólo eran unos niños. Detrás siempre había algún tipo de cortinaje, algún visillo delicado; delante, como principal elemento escenográfico, había un escritorio que aparentaba ser más escribanía que pupitre, un escritorio con algún libro abierto, con lápices, con algún plumier, con algún teléfono incongruente y sin línea. Era la concesión al avance de los tiempos, a los adelantos técnicos y a las audacias del progreso. Ahora bien, no todo era moderno. Detrás solía estar la Virgen María o, mejor dicho, su imagen con el corazón atravesado, sangrante, confirmando el catolicismo arraigado y español del Régimen; delante, descansando los antebrazos sobre la mesa, aparecía un jovencito aseado, vestido con una camisa blanca, menesterosa pero limpia, almidonada, una camisa que la madre obsequiosa había dispuesto para un muchacho que miraba al objetivo y que ensayaba algún gesto de aplicación y estudio, según le habían dicho. Son retratos en blanco y negro de párvulos mansos, de escolares humildes de una posguerra larguísima.

Por un momento, al ver la cubierta de ese libro, me ha parecido regresar a otro tiempo. Ha sido, por supuesto, una ensoñación y el aturdimiento ha durado poco. Es José María Aznar adulto y severo y no un colegial quien se ha dejado retratar así: en blanco y negro, como antes, como siempre, con una pose esforzada de serena energía, de abnegación, en mangas de camisa, blanca y bien planchada, por supuesto, apoyando los antebrazos en el escritorio, cumplimentando alguna tarea urgente, inexcusable, con ese fondo de visillos y cortinas estampadas que suponemos del gusto de su esposa. Ha sido fotografiado por Mark G. Peters, cuyos trabajos podemos seguir en Abc. ¿Es un retrato de estudio o el ex Presidente fue sorprendido trabajando? Contrariamente a lo que ocurre con un óleo, el momento que capta el objetivo fotográfico se adhiere al soporte. Roland Barthes insistió en ello en La cámara lúcida: la pintura, aunque represente un instante que fue real, que en verdad existió, ese instante que quedó plasmado en la retina del pintor y que su pericia le permite reproducir sobre el lienzo, es resultado de una larga elaboración. En cambio, en la fotografía se inmortaliza lo que fue un soplo. Ahora bien, eso no significa que dicho retrato sea instantáneo, sin preparación: podemos disponer el decorado, la pose con que queremos fotografiarnos, los atavíos con que nos presentamos para dar precisamente una impresión.

Observando el retrato de la cubierta de Ocho años de gobierno, el volumen que acaba de firmar Aznar a partir de la trascripción de unas cintas magnetofónicas, el espectador no tiene la sugestión de espontaneidad, sino de puesta en escena deliberada, una circunstancia enfática que refuerza los atributos del poder. Lo vemos con una pluma estilográfica, en un instante de pausa, habiéndose quitado momentáneamente los anteojos, reflexionando sobre lo escrito como ese líder serio y fiable que quiere y cree ser. Leemos el libro y una y otra vez se describe como tal, como un líder solvente que ha impresionado al mundo y a sus convecinos, no por el estilismo sino por las ideas, pues, como apostilla, "nunca he intentado provocar el entusiasmo ni la admiración de la gente con mis discursos". Se compara con Juan Pablo II, de quien le asombra su capacidad de movilización; se mira en Azaña, en el que aprecia rasgos comunes, el ser un sequerón, por ejemplo, pues según admite tampoco él cultiva la calidez ni la cercanía; se equipara a Churchill, pero deplora el que no supiera retirarse a tiempo, vale decir: frente al británico que ganó una guerra, Aznar supo también emplearse a fondo pero sabiendo que el electorado es olvidadizo y no siempre generoso. No trataré de revelarles cuál es el pensamiento del ex presidente. Cualquiera de ustedes que haya estado por aquí en los últimos ocho años no descubrirá nada sustancialmente nuevo en esas páginas: volverá a oír la voz de un estadista que se tuvo que aupar y que se dejó llevar por la suspicacia.

Habla de sí mismo como líder haciendo broma sobre las jefaturas efímeras del partido rival o mostrándose cicatero con Rajoy, y habla con la ceguera de quien no comprende: "La verdad, no lo entiendo", dice una y otra vez. Habla, en efecto, con la ofuscación de quien no concibe la razón de por qué no le siguen sus adversarios, de por qué no aceptan lo que él sostiene, de por qué no comulgan con sus convicciones, unos valores que se oponen al nihilismo, al hedonismo ateo y que son un híbrido entre el credo católico tradicional y un sedicente liberalismo que confunde la tolerancia con la paciencia, la santa paciencia que hay que tener con los que se obstinan en el error y en el traspié. "En estos casos", añade, "siempre he visto tan claras ciertas cosas, que creía que todo el mundo, o por lo menos mucha gente, las veía igual que yo".

La prueba que Aznar nos da una y otra vez de su empecinamiento es la prosa campanuda con que habla del porvenir. El grueso del volumen, salvo el epílogo dedicado al 11 de marzo, está escrito antes de las elecciones: pontifica sobre el negro futuro que los comicios depararán a sus oponentes, vaticina con riesgo y desmesura avizorando lo que va a ocurrir, creyendo disponer de un asiento omnisciente. A pesar de contar con Servicios de Inteligencia, no vio o no adivinó el cataclismo, no predijo el derrumbe ni lo diagnosticó. En fin, esa logomaquia redicha, altisonante se la debe a sí mismo, pero se la debe también a su principal prosista: José María Marco, el historiador de guardia, un intelectual orgánico del ex presidente que ha revisado las transcripciones magnetofónicas en las que se basa este libro hasta hacer desaparecer del texto cualquier vestigio de oralidad, hasta amputar lo que Roland Barthes llamaba el grano de la voz. Marco, tan servicial, tan cortesano, hace verdaderamente un papel. ¿Recuerdan aquella novela de Eduardo Mendoza en la que a un personaje cordial, chistoso y algo avenado, que se llamaba el Alcalde de Barcelona, se le invitaba a publicar sus memorias? Un enérgico editor le pedía un libro al egregio munícipe y éste, sincerándose, admitía no saber escribir. No se preocupe, venía a decirle su interlocutor: usted escriba, que nosotros ya le pondremos las comas. Pues bien, José María Marco le pone las comas a Aznar y el resultado es un volumen impostado, grandilocuente, en el que España es como un bosque frondoso, según una imagen tópica que reitera, con árboles de distintas especies. El bosque, añade después, no se trocea ni se divide ni se quema. El problema de Aznar, seguramente, no es que los árboles le impidieran ver el bosque, sino que la fronda no le dejó adentrarse en la geografía variada de la floresta.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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