A propósito de la sobreconvivencia
La selección natural favorece la selección cultural (planear, proyectar...) porque ésta anticipa la incertidumbre, lo cual, a su vez, ayuda a sobrevivir. Pero la vida sigue. Y el humano, como cualquier individuo vivo, tiende a crear una nueva individualidad, un superorganismo, una identidad colectiva: la familia, la tribu, la ciudad, la nación, la religión... Y la cultura se recicla. La pluma de los pájaros emerge como aislante, pero se recicla para volar. La misma chapuza evolutiva se da con la cultura. La cultura emerge como un útil de sobrevivencia individual, pero se consagra para cohesionar los individuos de una misma colectividad. La identidad colectiva es un conglomerado pegado con cultura. La cultura nace en honor de la sobrevivencia y se recicla en honor de la convivencia. Pero la vida continúa siguiendo. Y no es lo mismo la convivencia entre individuos diferentes de una misma cultura que la convivencia entre diferentes culturas. Observadores como Hatzfeld ven en los genocidios la evidencia de que la cultura no inhibe la barbarie. La hace eficaz. Los ciudadanos, convertidos en matarifes, regresan a casa tras una agotadora jornada de exterminio, se lavan la sangre y se relajan escuchando a Chopin. Pero los genocidios tienen otro rasgo. Cuando ocurren, ocurren poco después de que la cultura colectiva se cierre sobre sí misma. El conocimiento único, identitario, sin humor, sin crítica, ¡sin conversación!... se pudre y se hace tóxico. Con él, no se tarda en persuadir a un pueblo para que se deshaga de otro. Cada familia, ciudad o nación podría regalarse un espacio sagrado para la libre esgrima de ideas. Es una cuestión de sobreconvivencia.
án en debates, que se anunciarán en el diario, en el Aula EL PAÍS con los lectores para poner en común las opiniones que merece el Fórum que hoy debuta.
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