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Columna
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América

Vi, hace bastantes años, ayer mismo, una película en el cine Príncipe, en Granada, Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini, que entonces, hacia 1975, era un artista famoso. La película, basada en una obra de Sade, trasladaba fantasías de omnipotencia, criminales y sexuales, del siglo XVIII, a los últimos días del fascismo, en la Italia del Mussolini protegido por los alemanes y arrinconado en Saló, a orillas del lago de Garda. La película me pareció deformadora, una exageración que banalizaba la crítica al fascismo, porque lo hacía inverosímil, fantástico. Ahora veo las fotos de las cárceles iraquíes y los torturadores estadounidenses: aquellas alucinaciones cinematógraficas de 1975 no eran tan irreales como yo creía.

Hay muchas fotos más, más vídeos, advierte el secretario de Defensa Rumsfeld, que se confiesa responsable de "deplorables y brutales abusos y crueldades", como dice él mismo, responsable sin culpa. Estas cosas parecen excepcionales, aunque la Cruz Roja entiende que son sistemáticas en las cárceles americanas en Irak. Parecen excepcionales a primera vista, pero en cuanto uno presta un poco de atención, empieza a oír palabras de la vida de todos los días: el ejército, entendido como empresa pública, había firmado una subcontrata para los interrogatorios. Seguro que la tortura y los interrogatorios privatizados, privados, serán más eficaces y rentables.

En los mismos días en que se proyectaba la película de Pasolini, pasaban por Granada chilenos que huían de Pinochet y recordaban que los torturadores de Chile se habían formado en instituciones militares de Estados Unidos y mantenían una colaboración agradecida y estrecha con los amigos del Norte. Recuerdo estas cosas en el autobús que me lleva a Málaga, mientras amenaza el mal tiempo después de días de viento y lluvia, y una señora inglesa dice que aprovecha el clima inclemente para visitar el Museo Picasso, el mismo día en que por primera vez en la historia de las subastas artísticas un cuadro rebasará en la puja, en Nueva York, los 100 millones de dólares.

Es un Picasso de 1905, Muchacho con pipa, 85,6 millones de euros, 104 millones de dólares, 20 millones más que el Van Gogh que ostentaba desde 1990 el récord mundial del dinero de buen gusto. Picasso vivía entonces sus primeros años en París, entre el azul y el rosa, y pintaba obrerillos y saltimbanquis, como este muchacho coronado de flores. Yo veo fundamental la pipa, la pipa en la mano izquierda y en el centro del cuadro: el humo se le ha subido al muchacho a la cabeza, está en sus ojos. Éste es el Picasso más apreciado por el buen gusto, el azul-rosa, en el que un ojo es un ojo y una pipa es una pipa. No conocemos al comprador, pero sí al antiguo propietario, John Hay Whitney, filántropo estadounidense, millonario y embajador, consejero presidencial, héroe de la II Gran Guerra, conquistador de mujeres, productor de Rebeca y Lo que el viento se llevó, pionero del technicolor, dueño de caballos de carreras, coleccionista de arte. Protegió a los pobres. Su viuda creó una fundación para el fomento de la paz, los derechos humanos y la cooperación internacional.

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