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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El triunfo del entusiasmo

Marcos Ordóñez

Uno. Buenas noticias para los amantes del musical: en Barcelona se han cocinado dos espectáculos que huyen de la franquicia disecada y han despegado, con el entusiasmo por bandera, en proa a una larga exhibición. El primero es un musical alternativo, es decir, montado con dos duros y muchísimo empeño. No són maneres de matar una dona, la versión catalana de No Way To Treat a Lady, es el debut en el teatro "comercial" de Silvia Sanfeliu, una apasionada del género, que se atrevió a levantar Kiss Me Kate con sus alumnos del Instituto del Teatro. Douglas Cohen, letrista y compositor de la función, se enamoró de la novela original de William Goldman y la puso en solfa. ¿Recuerdan la película, Así no se trata a una dama? Rod Steiger era un actor transformista que estrangulaba señoras para salir en la portada de The New York Times; George Segal era el poli judío que investigaba el caso, y Lee Remick, áurea galerista del Upper East Side, su paciente enamorada. Una mezcla ideal de thriller y comedia romántica, con villano suculento y dos madres gobernando la trama: la del estrangulador, una gran diva en estado fantasmal, y la del poli, inaguantablemente viva, el prototipo de la yidische mamma. Un material perfecto para Hitchcock. Y para Sondheim, como Cohen no deja de recordarnos, aunque siempre será mejor una partitura sub-Sondheim que sub-Webber. Cohen estrenó No Way To Treat a Lady en el off-Broadway, y Sanfeliu y compañía han seguido su pauta: la función se presentó en Artenbrut y tras un mes de éxito ha desembarcado en el Villarroel. Cinco músicos en directo, muy bien dirigidos por Xavier Torras. Y cuatro actores que creen en el proyecto y echan el resto. Frank Capdet, una absoluta confirmación, es Morris Brummell, el poli judío, que interpreta muy a lo Colombo pero sin tics, con humanidad y malicia, y cantando con una voz flexible y elegante. Ivan Labanda es un poco joven para hacer de Chistopher Gill, el estrangulador, aunque lo compensa con una pasión grandguignolesca, que le va muy bien al personaje. A Mercé Martínez tampoco le falta energía vocal ni actoral. Le sobra, más bien: tiene una gran voz, pero no es necesario que se enteren en Vitigudino. Ni es necesario que lleve todos sus roles (las dos madres y las cuatro víctimas: un tour de force) hacia la caricatura: sería mucho mejor si los interpretara como personas y no como estereotipos. Tampoco precisa Elvira Prado encajar a Sarah Stone, una amante lúcida y sensata, en el perfil de rubia fatal de cine negro. Defectos, en fin, fácilmente subsanables a lo largo de una gira que no tardará en comenzar. Lo que importa es el meritorio balance, sus logros cantantes y sonantes: con un poco más de producción (un ciclorama, mejores luces) y un ajuste de tuercas a la puesta en escena, este pequeño musical, entretenido e ingenioso, tiene todas las de ganar.

A propósito de los musicales No són maneres de matar una dona y Fama, en Barcelona

Dos. Segunda buena noticia. Notición, en este caso. Un musical de gran formato y en un gran teatro: Fama, de Levy & Margoshes, ha echado a andar en el Tívoli. Y me apuesto lo que quieran a que va a reinar ahí durante muchos meses. Vi la función en una previa, con el aforo al completo y el público puesto en pie: inequívoco aroma a exitazo. Me alegro infinito, sobre todo porque este espectáculo es otro triunfo del off. Y de las apuestas en serio, a la antigua usanza. La temporada pasada, Ramón Ribalta y su tropa entusiasta lo estrenaron en el Teatre del Sol, en Sabadell, sin apenas publicidad. María José Balañá tuvo el olfato de cazarlo al vuelo y aquí lo tenemos, con una inyección de pasta, nuevos nombres en el reparto y nuevas coreografías de Coco Comín, que firma también la dirección. Todo han sido sumas y ninguna resta. Entendámonos: Fama no es un musical que vaya a pasar a la historia, aunque lleve años en el West End y en la Calle 42. Si vieron la película o la serie, ya saben que van a encontrarse con la versión yanqui de La casa de la Troya, con todos los clichés habidos y por haber sobre adolescentes a la caza del éxito, y la partitura les recordará a muchísimas otras. ¿Por qué salí dando brincos de alegría, entonces? Por la alegría misma del trabajo bien hecho. Y por el gran nivel que ha alcanzado una nueva generación de intérpretes. Aquí todo el mundo canta y baila como está mandado, porque no han sido elegidos por el inglés de turno para cumplir patrones preestablecidos, como robots. Daniel Anglès, un joven veterano que sabe de qué va esto, ha adaptado las letras y ha seleccionado un elenco sin fisuras. Para no citar los nombres de todo el reparto -se lo merecen, pero son 25- déjenme que destaque las formidables voces de Xènia García, Ferrán González y la mexicana Damaris Martínez, entre los juniors, y el poderío, entre los seniors, de Yolanda Sikara (gran, gran trabajo) y Ester Bartomeu, una cantante y bailarina de aúpa, demasiado tiempo ausente de nuestros escenarios. El cuerpo de danza, por cierto, reúne tres figuras que darán que hablar: el tremendo cubano Amauri Rolando Reinoso; una notable bailarina clásica, Sonia Callizo, formada con Víctor Ullate, y un pedazo de breakdancer, el valenciano Sergio Alcover. ¿Más razones para la celebración? No me creerán, pero la música "suena". Con brillo, con potencia, y sin empastes: doce instrumentistas (seis en directo, con los vientos grabados) en manos de otro talento del Teatre del Sol, el maestro Oleguer Alguersuari. Dos peguillas (el número de flamenco ful y la mejorable interpretación de Xavier Mestres como el profesor Myers) y un bravo rotundísimo por el final, con Damaris Martínez y toda la compañía bordando la mejor canción del show (que, ironía, pertenece a la banda sonora de la película) y sirviéndonos la mejor esencia de musical que se haya destilado en nuestro país en mucho, mucho tiempo. Me alegro, en definitiva, por el "redescubrimiento" de Coco Comín, una directora injustamente ninguneada, y de Ramón Ribalta, que, además, firma una escenografía y unas luces que ya las quisieran en el montaje del Aldwych.

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