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Columna
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Viejas costumbres

Cada vez que un nuevo gobierno accede al poder, miramos esperanzados hacia los nuevos ministros que lo forman. Confiamos en encontrar entre ellos a esas personas sinceramente interesadas por el país, capaces de conducirlo por la senda de la modernidad. Aunque estemos en Europa desde hace tiempo y nos sintamos europeos, conocemos la distancia que aún nos separa de otras naciones y desearíamos verla reducida. La ilusión suele durarnos algunos días. Justo el tiempo de advertir que la preocupación de algunos de esos ministros no es tanto la nación como hacer personalmente un buen papel que los signifique. Y aunque en ocasiones ambas cosas caminan de la mano, no siempre sucede así.

Por eso, recibimos con inquietud la noticia de que la nueva ministra de Cultura ha propuesto a Vicente Todolí la dirección del Reina Sofía. La preocupación no la origina, claro está, la capacidad de Todolí para dirigir un museo de arte contemporáneo, de sobra probada. En su día, ya lamentamos que una persona de su talento fuese contratada en el extranjero y no en su propio país. Lo que nos perturba es ver reproducida esa actitud, tan común en la política española, de hacer tabla rasa, en cada cambio de gobierno, con cualquier resto de la etapa anterior. En esta ocasión, la decepción es mayor, pues creímos de buena fe a los socialistas cuando anunciaron que traían una nueva forma de gobernar. Y ahora, descubrimos que no es así.

Es fácil entender que el nuevo Gobierno sustituya al director general de la Guardia Civil por un hombre de su confianza. Pero nos cuesta más aceptar que el responsable de un museo constituya un obstáculo para la política que desarrollará el Ministerio de Cultura. Sobre todo, porque no parece que el actual director del Reina Sofía sea precisamente una persona de trayectoria beligerante. Como nos cuesta más admitir esa necesidad, intuimos que tras la decisión se encuentra la voluntad de acotar un territorio propio para ejercer el mando. Y todos sabemos lo que ocurre cuando un político ejerce el mando en asuntos de cultura. Los valencianos hemos acumulado una amplia experiencia en los años pasados y tampoco faltan los ejemplos en la vida nacional.

A decir verdad, uno preferiría que no existiera ningún ministerio de Cultura, y los asuntos que lo requirieran los solucionara Industria o cualquier otro organismo adecuado. Creo que de este modo se evitarían bastantes males. El ministro es un hombre político y en el desempeño de su cargo antepondrá, antes o después, la política a la cultura. Y lo hará sin importarle demasiado las consecuencias. ¿No hemos visto arruinar el Espai d'Art de Castellón por una disputa política? ¿No ha condicionado las compras del IVAM el gusto de un presidente del Consell?

Todo esto ocurre porque la cultura se ha convertido en una herramienta de propaganda que, una vez descubierta su enorme utilidad, los políticos se resisten a abandonar. Por eso precisan de personas sumisas que ejecuten sus ideas y las avalen con su presencia. Ingenuamente, pensamos que el nuevo Gobierno socialista pondría fin a esta situación y dejaría trabajar a los profesionales, como se acostumbra en otros lugares de Europa. Las primeras decisiones, sin embargo, parecen señalar que los tiros no van por ahí.

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