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Columna
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Marx y mi dentista

La política y la economía son los temas de conversación por excelencia entre mi dentista y yo. Nos vemos cada seis meses, para la revisión de rutina, durante la cual repasamos muy por encima algunos problemillas de geopolítica o macroeconomía que se nos habían quedado en el tintero, o, mejor dicho, en el escupidero. En cambio, si me tiene que arreglar una caries, un puro y duro debate sobre el estado de la nación se desarrolla en la consulta. ¿Se atreverían ustedes a hablar de estos temas con su dentista, sin conocerle apenas? Muchos dirán que eso, precisamente, es la democracia. Sin embargo, cuando prima el deber de mantener la boca abierta, resulta harto difícil articular las vocales y las consonantes: la réplica del que se sienta en la silla se asemeja al lenguaje prehistórico de la humanidad, y es necesaria por su parte cierta voluntad de síntesis para que la comunicación se logre con relativo éxito.

De tal forma, cuando el dentista -un hombre joven- me pregunta: "¿Tú crees que va a aumentar aún más el endeudamiento de la familia?", respondo cambiando los términos: "Yho greo gue ga a aughengar agún gá lha ghaguilia delh engueugaguiengo". No sé si el dentista está absolutamente de acuerdo con éste razonamiento singular, pero ha interrumpido su labor con el torno, que deposita por un instante junto a las demás herramientas, y me rocía brevemente con un espray para escudriñar mi orificio bucal. Después de remirarme aquí y allá, el dentista me indica que me enjuague para seguir con su tarea. Recuperada mi libertad condicional de lengua tras escupir el colutorio y limpiarme los labios con una servilleta, propongo, aprensivo, a mi dentista: "¿Por qué no hablamos de otra cosa?". Él ríe, hace un gesto afirmativo, y me abre otra vez la boca para aplicarme de nuevo el torno.

El dentista, que es un tipo culto, lanza el siguiente tema a la palestra: "¿Qué opinas sobre la culminación crítica de la filosofía clásica alemana, expresada en las doctrinas de Marx y Engels?". A mí me entra la risa, aunque sólo consigo emitir unos cuantos gruñidos guturales. Aparto el torno de mis dientes, cierro la boca, y recobro mi habilidad para hablar después de unos sencillos ejercicios mandibulares. "Oye", le pregunto, "¿qué quieres decir con eso? ¿Que me tienes que cambiar el puente?". El hombre chasquea la lengua, denotando un solidario fastidio, y me responde con sinceridad: "Sí. Por eso te preguntaba que a ver cómo lo ves".

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