Un centro que alivia el dolor moral
Mujeres traumatizadas por los malos tratos reciben apoyo psicosocial en una unidad de ayuda de la Comunidad
En el distrito de Salamanca hay una unidad del dolor. Pero sus pacientes, todas mujeres, no sufren lesiones físicas. Lo que padecen se llama estrés postraumático, una secuela psíquica que presentan las víctimas de hechos violentos, como los sucesos del 11-M en la estación de Atocha. Pero en el caso de estas mujeres, el daño no es producto de una catástrofe multitudinaria, sino de una tragedia más íntima: los malos tratos conyugales. En este centro, abierto por el Gobierno regional en 2001, reciben atención psicosocial para entender el porqué de sus angustias. Pero lo que obtienen, sobre todo, son herramientas para recomponer sus rotas vidas y salir adelante.
Guillermina Galaz, una periodista chilena de 52 años, tropezó dos veces con la misma piedra. Primero sufrió ocho años de malos tratos por parte de su marido, militar en la reserva. Después, ya separada de su esposo después de que éste le partiera la nariz de un golpe estando embarazada de dos meses, convivió seis años con otro hombre, abogado de profesión, aún más agresivo.
"En un entorno machista estas cosas se toman a broma", afirma una de las personas que reciben atención
Como reportera de sucesos en diarios australes, se veía inmersa en una situación delirante: escribía sobre mujeres maltratadas "en un entorno machista en que esas cosas se tomaban a broma", mientras ella misma se reponía de la paliza del día anterior.
"No sé ni cómo sigo viva", explica esta mujer, madre de dos hijos ya mayores, que hace tres años decidió pasar la página de un pasado de desastres emocionales y de dificultades laborales emigrando a España. Fue precisamente la psicóloga de una asociación de apoyo a inmigrantes quien descubrió que, además de las dificultades y añoranzas que sufren los trabajadores extranjeros, Guillermina llevaba dentro de sí una carga mucho más pesada. Y fue ella quien la derivó a esta unidad de atención.
"Yo sabía que estaba mal, tenía la autoestima por los suelos, todo me daba miedo, me dolía la cabeza, cualquier tontería me hacía llorar y sufría pesadillas. Venir a esta unidad me ha ayudado mucho para adquirir seguridad en mí misma; ves que hay otras mujeres en tu misma situación y consigues contestarte a la pregunta de ¿por qué me ha pasado esto a mí?", explica esta profesional, que, tras llegar a Madrid, tuvo que trabajar de interna en el servicio doméstico para salir adelante. Ahora no tiene pareja, pero espera no volver a elegir mal. "Uno cree que el amor es mágico, que el agresor dejará de pegar, pero eso no sucede", reflexiona.
En estos tres años, por la unidad, gestionada por la asociación Intress, han pasado 140 mujeres. Todas ellas han participado en terapias de grupo semanales -de hora y media cada una- durante un plazo de nueve meses y han recibido atención individual. La edad media de las pacientes es de 31 años.
Por niveles sociales, lo que predominan son las mujeres de clase media baja, y una cuarta parte son extranjeras. Un 47% está en paro. Siete de cada diez tienen hijos y el nivel de estudios más común es el de graduado escolar. La mayoría llega de centros de acogida para víctimas de la violencia sexista.
Francisco Orengo, psiquiatra de este equipo, formado también por una coordinadora-trabajadora social, dos psicólogos y una administrativa, explica que no todas las víctimas de malos tratos sufren estrés postraumático. "Tras las agresiones sufridas todas tienen problemas de angustia, temores, taquicardias, pesadillas, acorchamiento emocional, lapsus de memoria, sobresaltos... Pero sólo si esos síntomas persisten más allá de los tres meses podemos hablar de estrés postraumático, y nosotros, aquí en la unidad, sólo tratamos los casos moderados y severos, no los leves", explica Orengo. Este profesional destaca la importancia de que estas mujeres no caigan en el victimismo "porque sólo genera indefensión".
Lo más difícil del tratamiento es sacar a flote el hondo dolor de todas estas mujeres. "Muchas hablan de sus dolores físicos, de sus miedos, pero les cuesta abordar los acontecimientos más traumáticos porque la mayoría, antes de ser maltratadas por sus maridos o compañeros, vivieron situaciones de violencia y abusos en sus familias. Y si no conocen ese peso que llevan encima es difícil que puedan cambiar nada", asegura Susana Álvarez-Buylla, coordinadora del equipo y trabajadora social.
"Asomarse al infierno"
Siete de cada diez mujeres atendidas en esta unidad regional llevan sufriendo décadas de violencia. Primero en el hogar de su familia y después en el suyo propio. Las palizas conyugales son la última pieza de una cadena de agresiones que a menudo comienza muchos años antes, en plena infancia o adolescencia.
"A veces es como asomarse al infierno, porque nos llegan casos de mujeres que, de niñas, sufrieron abusos sexuales en su casa, a menudo de tipo incestuoso, o convivieron con un padre maltratador. Es frecuente que esas víctimas repitan pautas de sus antecesores sin darse cuenta y que puedan buscar como pareja individuos de un perfil parecido al del familiar agresor", asegura Orengo, y añade que aquellas maltratadas que no tuvieron experiencias violentas en su infancia tienen más facilidad para superar sin traumas los efectos de las agresiones.
Es frecuente que sobre ese dolor las mujeres hayan construido un muro de silencio. "Sienten vergüenza o, incluso, culpa; pero si uno tiene una infección en la boca, la solución no está en cerrarla, sino en atajar el mal para que no se extiendar", matiza Segura.
Para que emerja toda esa carga de profundidad se ayudan de las técnicas de dramatización, de la musicoterapia, de la pintura, de sistemas de relajación para controlar la angustia... "Otra cosa que hacen es elaborar su genograma, es decir, analizar su árbol genealógico para ver si existen otros episodios de violencia en sus familias", añade.
En las sesiones no se admiten mujeres que sigan conviviendo con su maltratador. Además, no todas ellas pueden entrar al trabajo en grupo de forma inmediata.
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