Las guerras de religión
Excluir la religión de la escuela parece ser el propósito de la campaña que ha venido a abrir la coordinadora correspondiente. La presidenta de la CEAPA lo ha dicho con una claridad que merece agradecimiento: sacar la religión del horario lectivo, punto. No voy a entrar en la discusión de las razones de orden ideológico que se hallan tras ese posicionamiento, ni en la concepción de la religión y de la escuela que a las mismas subyace. Provisionalmente me interesa señalar aquí que ese tipo de propuestas -que figuraban por cierto en el programa de IU en las pasadas legislativas- son prohibicionistas, resultan ser inconstitucionales -por eso IU las incluía en su paquete de reforma constitucional- y, además, no cuentan con respaldo en la población, razones por las cuales me temo que no son propuestas llamadas al éxito precisamente. Y, además, son inconvenientes.
Las propuestas que postula la coordinadora "Por una sociedad laica" se resumen en dos: la subvención pública a los centros privados confesionales debe desaparecer y la religión debe desaparecer de la escuela pública. Si de lo que se trata no es de defender la separación entre confesiones religiosas y comunidad política, ni por ello defender la laicidad del Estado, si de lo que se trata es promover una sociedad laica, las propuestas son congruentes. Claro está que esa congruencia tiene un coste: las propuestas proponen suprimir cosas actualmente existentes e impedir legalmente su reproducción. Suponen pues la prohibición impuesta a los poderes públicos y a las fuerzas políticas que les rigen de desarrollar determinadas políticas, aun cuando el electorado las demande. Se trata de propuestas intrínsecamente prohibicionistas. Tales propuestas podrían tener sentido si, y sólo si, la religión en sí misma ( y no esta o aquella confesión) fueren intrínsecamente dañinas y por tanto su difusión y reproducción lesionara tanto el interés público como el de todos y cada uno de los ciudadanos. De no ser así la prohibición es lesiva tanto de los derecho individuales, los de los creyentes a los que se dificulta o impide vivir de acuerdo con sus convicciones, como del principio democrático, toda vez que la prohibición se hace extensiva a los partidos (que no pueden desarrollar determinadas políticas) y a los ciudadanos (a los que se les impide votarlas). Muy democrático no es. Mucho me temo que a algunas personas les vendría bien leer a Stuart Mill.
En todo caso las propuestas son inconstitucionales porque entran en conflicto con las disposiciones de los arts. 16 y 27 de la Constitución, ya que el primero reconoce el derecho fundamental a vivir de acuerdo con las propias convicciones, a difundirlas por cualquier medio y a la práctica del culto, mientras que el segundo reconoce el derecho a ser educado de conformidad con las propias convicciones, a crear y sostener centros docentes y, en su caso, a recibir el apoyo público para éstos, no sólo eso, es que además la Constitución impone la interpretación de la declaración de derechos de conformidad con las normas internacionales sobre derechos humanos y estas reconocen el derecho a recibir formación religiosa en cualquier clase de escuela (art.9 del Convenio de Roma, art.18 del Pacto de derecho civiles y art.13 del pacto sobre derechos sociales. Es más, exactamente eso es lo que establece el proyecto de Constitución europea). Una escuela en la que no haya religión en el currículo no puede formar según las convicciones y, en consecuencia, una escuela sin religión es sencillamente incompatible con las normas internacionales, europeas y nacionales sobre derechos humanos. Por eso la escuela confesional es reconocida y sostenida con fondos públicos hasta en la muy laica República Francesa. A iniciativa por cierto del único diputado socialista que adhirió a De Gaulle en 1940, el señor Lapie.
Además se trata de propuestas que no cuentan con el respaldo de la población, respaldo con el que si cuenta curiosamente la reglamentación establecida por el Partido Popular, cosa que no tiene nada de particular si se considera que esa reglamentación se adoptó después de encargar al CIS una encuesta ad hoc y que sus datos se corroboraran en las preguntas especializadas de un baremo en el año 2002. Y aquí el balance es contundente: el 82% se declara creyente, el 12% no y el 6 no contesta. Tanteo optimista 18 a 82. A ese electorado se le pregunta precisamente si en la escuela la enseñanza de la religión debe ser obligatoria, si debe ser voluntaria, si se debe enseñar historia de las religiones o si no se debe enseñar nada de eso. La primera opción es la enseñanza voluntaria de la religión (48%) la segunda su obligatoriedad (22%), la tercera la historia de las religiones (17%), la cuarta que no haya, posición apoyada por el 9%. Es decir todos los creyentes y un cuarto de los no creyentes quieren que haya religión en la escuela en una proporción de 10 a uno. Si se cruzan los datos del estudio del CIS con los coetáneos de intención de voto sale algo que sólo puede sorprender a quienes se empeñan en desconocer este país: la religión voluntaria es la primera preferencia de los electores de los tres partidos nacionales, la obligatoriedad es la segunda entre el electorado leal del PP, mientras que la enseñanza de historia religiosa es la segunda entre el electorado de los partidos de izquierda y entre los titulados superiores que votan PP. Como se ve no resulta precisamente casual que la señora del Castillo tenga la dedicación profesional (ciencias políticas) que tiene.
Ahora bien, mas allá de encuestas, propuestas y normas legales, hay algo que me parece crucial: el régimen actual de la religión en el Estado fue pactado en 1978 con el fin de sacar la cuestión religiosa de la agenda política y hacer desaparecer un problema que había envenenado la convivencia en la primera mitad del siglo. Pese al frecuente incumplimiento por el Estado de las exigencias legales de la Ley orgánica de 1980 y de los convenios con las cuatro confesiones de mayor implantación, la cuestión religiosa ha seguido estando fuera de la agenda y no existe como problema político. Postular cambios de dudoso respaldo y problemática legalidad ya es de por sí negativo, hacerlo cuando puede tener por consecuencia el regreso de un conflicto periclitado no me parece una buena idea precisamente. El régimen legal de la enseñanza de la religión es ciertamente mejorable, y lo es desde la precariedad de los contratos de sus profesores a la alternativa para los alumnos no creyentes o miembros de confesiones que no tienen convenio de colaboración con el Estado, pero no me parece que propuestas que incluyen el que el Estado laico determine si un profesor adepto al arrianismo homoousiano está habilitado para impartir docencia de religión católica o anglicana, estén precisamente acertadas. Como no lo es las de prohibir lo que a la hora de la verdad ni legal ni políticamente se puede prohibir. No a las guerras de religión.
Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.
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