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Columna
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Pecados catedrales

La caprichosa primavera nos ha dejado una tarde desapacible y húmeda de vientos y chubascos que alternan con breves claros en los que un sol dubitativo juega al escondite con las nubes provocando un continuo abrir y cerrar de paraguas; pero la hostilidad atmosférica no basta para contener la curiosidad de las masas que se apilan en ordenadas columnas para visitar la catedral de la Almudena, escenario de la boda principesca recién pintado por un escenógrafo carismático, pintor visionario y mesiánico, líder espiritual de millones de catecúmenos y artista iluminado, iluminador de viñetas edificantes inspiradas por el Espíritu Santo. Esta vez se ha lucido el Paráclito. O la tercera persona de la Santísima Trinidad tenía un mal día cuando le tocó asesorar al artista, o habrá que poner en duda desde ahora el gusto artístico de la parte intelectual de la Trinidad, un espíritu formidable, capaz de enseñar idiomas y oratoria en menos de 24 horas, por ciencia infusa, a incultos pescadores del mar de Tiberíades.

Dice un amigo mío, estudioso del feng-shui, arte oriental de poner cada cosa en su sitio, que la catedral de la Almudena es un desastre de principio a fin, comenzando por su ubicación y orientación sobre el barranco del valle del Manzanares, adosado al Palacio Real, como un símbolo más de adhesión y colaboración entre dos poderes fácticos que no están sometidos al imperio de la razón, sino al de la fe, reyes ungidos por la gracia de Dios que construyen catedrales en su honor y vicarios del dios agradecido que legitima sus actos y bendice sus ritos.

Es tarde festiva y de puente y engrosan la multitud expectante numerosos turistas de interior que quieren tocar las piedras de un escenario que ya conocen virtualmente a través de la televisión; la multitud desfila por la explanada del Palacio Real, resignada o indiferente ante las vallas que impiden el acceso a la plaza de la Armería, a la fachada principal de La Almudena y a una de las puestas de sol mejor conseguidas de Madrid, uno de esos crepúsculos cuya contemplación induce a los madrileños a usar el adjetivo "velazqueño".

Los visitantes entran en el templo por una puerta de servicio pero que rebosa de arte y torería; portones de bronce con relieves del escultor Sanguino, especialista en monumentos taurinos y gastronómicos, dan paso a un lateral de la nave maestra, pero conviene detenerse antes para contemplar en detalle este pórtico abigarrado en el que el artista retratista exhibe su absoluto horror al vacío y plasma una galería de personajes ilustres y una colección de bonitas postales de la Villa. Entre la Puerta de Alcalá y la Cibeles, en una de las ornamentadas hojas emerge una prosaica cerradura tipo Yale, pero no se trata de una provocación estética, sino de una chapuza incorregible.

El artista agradecido reproduce, en más de una escena, la figura de su cardenal mentor, con su mitra, su báculo y sus gafas. La familia real posa más faraónica que nunca entre una corte de hieráticos muñecotes con nombre y apellidos. Crónica social en bronce y oro en la que destaca la representación realista de la extinta madre del Rey, egregia aficionada a la fiesta nacional, en su silla de ruedas, mirando al tendido que preside en toda su gloria, terrena, el cardenal.

Dentro de la nave, la obra de Argüello se despliega, discretamente iluminada para no deslumbrar con sus brillos dorados. Neobizantinismo bizarro entre el icono artesanal y la estampita de devocionario, entre el kitsch y el pop, entre el cielo y la tierra. Otro amigo mío, profesor de teoría conspirativa de la historia, dice que Rouco encargó la obra al carismático artista para ganarse la voluntad de los kikos, movimiento cristiano "neoconservador" con gran influencia y peso en el Vaticano. Según su criterio profesional, el cardenal gallego avanza implacable en su perseverante carrera hacia el trono de Pedro. Cuando se produzca la vacante, este fino estratega eclesiástico quiere contar con el ejército catecumenal para sumarlo en imparable coalición a los legionarios de Cristo y a los operarios de Dios, una magnífica máquina de guerra que ya cuenta con una base, un formidable bastión fortificado en La Almudena, entre el Palacio Real y el episcopal en cuyo patio resiste contra viento y chubasco la tristísima y plomiza efigie de Juan Pablo II.

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