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Columna
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Para nota

Los fieles, una vez finalizada la misa dominical, salían del templo y apenas si prestaban atención a la carta e impresos en que se solicitaba su apoyo a la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, claro, y, por supuesto, enseñanza de la religión católica, más claro todavía. La iniciativa partía de las autoridades jerárquicas de la Diócesis Segorbe-Castellón, y seguía las directrices de la Comisión Episcopal de Enseñanza. Se trata de sensibilizar al vecindario y, sobre todo, a los padres católicos sobre el derecho que poseen a que sus hijos sean educados en su religión. Los fieles a quienes la misiva episcopal y la campaña de firmas les traía casi sin cuidado habían asistido a los oficios religiosos en la parroquia de una barriada obrera, que se levanta con trazos modernos junto a lo que hasta hace poco fue Carretera Nacional que atravesaba la capital de La Plana. La práctica religiosa dominical por esos pagos no es masiva, pero sí aceptable. Y casi con toda seguridad, en esa barriada, tanto entre los católicos practicantes, como los no practicantes y como quienes, por lo que sea, se desentienden del agua bendita, hay absoluta unanimidad a la hora de reconocer el derecho de las autoridades diocesanas a defender la religión en las escuelas y darle a la religión católica la consideración académica que tienen las matemáticas. Vivimos en una sociedad plural, también en materia de religión. Y el derecho ampara a otros grupos sociales laicos para solicitar todo lo contrario: que se saque la asignatura de religión del sistema educativo o que la religión sea voluntaria en las escuelas y no se equipare, académicamente hablando, a las matemáticas como venía siendo hasta ahora mismo.

La división de opiniones pertenece a la naturaleza misma de las cosas, en democracia. Y el pacífico tiberio originado, a partir de la intención evidente de las nuevas autoridades educativas del Gobierno central para que la religión no tenga las misma consideración académica que las matemáticas, no va más allá de otros tiberios montados en otras latitudes europeas por motivos semejantes. Lo del velo en las escuelas en la laica y republicana Francia ha llegado a casi todos los lectores. Hace escasos años, y en la católica y ordenada Baviera, hubo también en la opinión pública un cruce de dardos dialécticos sobre la conveniencia o no del crucifijo en las escuelas. Aludiendo a esta última polémica, el prestigioso semanario Der Spiegel salía a la calle con llamativos titulares del tipo "La cruz del Crucifijo". Aquí y ahora la cruz de nuestros pecados es si la religión ha de tener la misma consideración que las matemáticas o no. Porque nadie ha puesto en tela de juicio el derecho que tienen los padres católicos a educar a sus hijos religiosamente, sobre todo en el ámbito de la familia y la parroquia. Más en el primero que en el segundo, porque los sentimientos religiosos se asimilan con la leche materna. Y de esto último debe tener buen conocimiento la Conferencia Episcopal o las cabezas mitradas de la diócesis de Segorbe-Castellón.

Cuestión harto distinta es la que podríamos llamar aculturalización religiosa o analfabetismo funcional existente entre nuestros jóvenes y adolescentes en torno al hecho religioso o la realidad histórica y cultural de nuestra tradición judeocristiana. Hágase una encuesta entre las nuevas generaciones por ver cuántos saben del canto de Débora, de Absolón y Tamar, de David y Goliat, de José y Egipto, de Jonás y la ballena, del Éxodo y del Génesis. Porque conocer a los humanistas cristianos del Renacimiento es para nota.

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