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Reportaje:

Informática para desvelar el mudéjar

El arquitecto Enrique Nuere traduce al lenguaje cibernético el secreto de los artesonados tras descifrar un manuscrito

Gracias a la tenacidad de un arquitecto madrileño, Enrique Nuere, y al apoyo de un ingeniero de Caminos, José Luis Aranzadi, el secreto que selló durante siglos el desciframiento del arte de la lacería ha quedado definitivamente desvelado e informatizado. Conocido como el oficio de trabar los celajes y techados atribuido a los artesanos mudéjares -los imaginativos alarifes musulmanes sometidos al dominio cristiano tras la culminación de la Reconquista-, hoy ha perdido su antiguo hermetismo. Así, hasta sus más tortuosas geometrías y deslumbrantes trenzados pueden ser desvelados.

Un estudio de arquitectura de la calle de Hernani de Madrid se ha convertido en el cuartel general de la artesanía del lazo. "Aquí nos llegan encargos de todo el mundo para realizar forjados, artesonados o celosías ornamentales con los que trabar y decorar desde hoteles hasta mansiones y edificios institucionales", explican. Muchas de las peticiones proceden de países árabes. "Aunque parezca mentira, allí no tienen ni idea de todo esto, lo cual nos lleva a replantearnos si en verdad fue un arte islámico o una variante singularmente española", comenta el arquitecto Enrique Nuere, que resalta la belleza de un artesonado recientemente descubierto en Canillejas, en la iglesia de Nuestra Señora de la Blanca, que él ahora estudia.

Una nave industrial de la localidad de Fuenlabrada alberga una máquina adaptada para el tratamiento así concebido de la madera. El ingenio fue construido en el valle italiano del Po tras ser laboriosamente ideado por Nuere, quien, poco antes, había hallado en Aranzadi -gestor y promotor de proyectos- el socio ideal para crear una empresa dedicada a satisfacer esta demanda, a la que se dedican ya de manera casi exclusiva.

"La máquina, marca Busellato, nos costó hace década y media 15 millones de pesetas, pero la hemos informatizado y ahora es capaz de aplicar todas las instrucciones que le demos para crear o decorar entablamentos, vigas, tirantes de madera de pino o de haya, con cualquier clase de lazo, diseño o detalle, por muy complejos y minuciosos que sean". Hasta poder conseguir esta versatilidad, su camino discurrió, como los hexagonales azafates de una celosía, por intrincados vericuetos.

La historia de esta revelación comenzó en 1982 en Granada. Natividad, hija del historiador del arte Manuel Gómez-Moreno y amiga de Enrique Nuere, regaló a su amigo un texto singular. Se trataba de un manuscrito redactado en Sevilla en 1619 por Diego López de Arenas, carpintero de lo blanco, como entonces se conocía a los artesanos que trabajaban con maderas de pino para trabar y labrar vigámenes y lacerías, en contraposición a los carpinteros de lo prieto. Éstos se dedicaban a la fabricación de carros, aperos de labranza y utensilios a base de maderas más densas, como nogal, roble o álamo negro. López de Arenas, legatario de aquel saber atribuido a los maestros carpinteros mudéjares y temeroso de verlo perdido para siempre, describió en su manuscrito la sustancia y artificio del arte de lacería. Pero empleó un lenguaje propio de su tiempo y con unos conocimientos geométricos caídos en desuso por su arcaísmo y por no existir, siquiera, glosarios para interpretarlos.

Enrique Nuere confiesa que en un principio echó un vistazo al libro, le pareció curioso, pero siguió con sus menesteres habituales como arquitecto. "Hasta que un día me encargaron un artesonado y comprendí las enormes dificultades que su realización entrañaba", explica. "Recordé algunas de las fórmulas y tretas proporcionadas por López de Arenas, pero la complejidad que su lectura implicaba era tan extraordinaria que la interpreté como un desafío y me enfrasqué, durante meses, en descifrarla".

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Su perseverancia le fue gratificada: descubrió que en el origen de aquel saber casi perdido se encontraba el correcto empleo de un utensilio, denominado cartabón de armadura. El artefacto consistía en una escuadra de aspecto estrellado, cuyas dimensiones resultaban de la división en partes del radio de una media circunferencia. El tamaño variable de los lados de los triángulos resultantes configuraba un juego de medidas que proporcionaba una combinatoria de elementos cuya conjunción iba generando geometrías cada vez más complejas, que permitían obtener otros lazos, figuras y tramas de creciente y excelsa belleza.

Así, del empleo de tal escuadra surgían unos módulos cuya mezcla integraba estructuras cada vez más profusas, de textura previsible. La cantidad de módulos mezclados se transformaba en cualidad de nuevos diseños, con formas aparentemente caprichosas aunque, en verdad, obedecían a la pauta derivada de aquel cartabón prodigioso. Toda traza quedaba, pues, al alcance del carpintero de armadura. Y de tal modo que, incluso desde el fragmento de un artesonado mudéjar, ya es posible averiguar hoy cómo fue todo su celaje. Así sucede en la iglesia madrileña de San Pedro el Viejo. Se abre así otro camino hacia el infinito universo de la geometría.

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