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LA COLUMNA
Columna
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Ni Dios, ni Pueblo, ni Nación

SI SALIERA escribirlas con minúscula, dios, pueblo, nación, tal vez resultaran inofensivas, parte de ese fardo que durante un tiempo fue moda llamar señas de identidad. Pero la irreprimible tendencia a escribir esas palabras con mayúscula vuelve a sus significados potencialmente devastadores. Porque una vez que se sacan del fardo, se colocan en sus respectivas peanas y se elaboran los rituales de su adoración, tienden a reclamar una existencia autónoma, afirmarse como Dios, Pueblo o Nación, únicos, irrepetibles, identificados con el Ser, el Espíritu, la Eternidad. No hay entonces Dios más que el verdadero, ni otro Pueblo más que el elegido, ni Nación que no remonte sus orígenes más allá del tiempo de la historia.

Toman, por así decir, vida propia, separada de los mortales que los han creado para guarecerse con ellos de la intemperie: es tan reconfortante que Dios nos proteja, que nuestro Pueblo nos cobije, que nuestra Nación nos fortalezca. Están allí de siempre, son eternos y, sin embargo, cuidan de ti, te conocen, te valoran; a ti que no eres más que ser en el tiempo, destinado a evaporarte en la nada. Con ellos, tienes por fin una identidad, eres tú mismo. Y así vamos sustituyendo la minúscula por la mayúscula, reservada, claro está, al dios, al pueblo, a la nación de cada cual; los demás son cantidades despreciables, pero no los míos, como cualquiera puede comprobar leyendo los documentos emanados, por ejemplo, del PNV, donde siempre Pueblo Vasco, Nación Vasca vienen redundantemente mayusculizados.

La cosa es que cuando tan grandes sujetos adquieren vida propia, eternos como son, exigen que alguien administre su presencia terrenal. Enseguida surgen los que hablan en su nombre, los que disponen y ordenan invocando un mandato directamente recibido de los cielos. En los momentos de plenitud, los tres devienen uno: es el Pueblo elegido por Dios para formar la Nación destinada a cumplir una misión en el mundo. Es Cecil Rhodes cuando en su Last Will and Testament tenía a Inglaterra, a la raza inglesa, como instrumento de Dios para extender por el mundo los ideales de paz, justicia y libertad; como son hoy los neoimperialistas que sueñan con un "Nuevo Siglo Americano", con los ejércitos de EE UU extendiendo la democracia y el progreso hasta los últimos confines de la tierra. Y es que, como Antonio Gramsci escribió en la cárcel, la existencia de la nación "rebosa destino y significado".

Nada de extraño, pues, que la historia de Europa pueda contarse, hasta épocas recientes, como una inacabable hazaña de guerras de religión, de pueblos enfrentados, de naciones dispuestas a realizar su misión civilizatoria implantando su dominio por continentes enteros. Una historia que culminó, hacia fuera, causando la mayor devastación posible en la era que Hobswam ha llamado del imperialismo, y hacia dentro, en las dos grandes guerras del siglo XX. Para terminarlas fue necesario despertar de las ensoñaciones románticas y dejar de escribir aquellos tres vocablos con mayúscula. Dios no había encomendado a ninguna nación ninguna misión providencial; cada pueblo, incluso el alemán, era como los demás, y de las naciones, ninguna podía presumir de ser depositaria de lo que Max Weber, para galvanizar a la suya, llamó una "misión cultural específica". Se inició así una era menos heroica, que los nostálgicos identifican con la vejez, con la falta de liderazgo, con la sustitución de los grandes hombres de Estado por los políticos pragmáticos. Una era, sin embargo, que ha traído a Europa décadas de paz y libertad y que ha culminado en el derrumbe de las fronteras interiores. La última, casi sustancial, la que dividía Occidente de Oriente y enfrentaba por encima del Elba a los Estados surgidos desde el siglo XVI con los imperios que perdudaron hasta bien entrado el siglo XX, desaparece ante nuestra mirada. Se acabaron las grandes naciones rebosantes de destino y de significado: se ha acabado Europa Occidental. Pero no menos que Europa Occidental, se ha terminado Europa Oriental. Entramos con buen paso en una verdadera Unión Europea.

Nada debe oponerse a la pronta promulgación de su Constitución, nacida, según dice el artículo primero del proyecto de tratado que la instituye, "de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa": ciudadanos y Estados, eso es todo lo que de verdad cuenta. Lo demás, las herencias religiosas, los pueblos y naciones, vale más que se queden como un adorno para el preámbulo, todos en plural y en minúscula, no vaya a ser que alguno sienta de nuevo la tentación de reclamar para su dios, su pueblo o su nación una misión especial y volvamos otra vez a empezar.

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