Un concurso de burros

SÍ; ME DEJARÍA levantar la cola sin grandes alborotos, puede que incluso me gustase cuando esa mano firme y conocedora de mi anatomía recorriese mi lomo en busca de vértebras torcidas y palpase con interés mis patas de abajo arriba. Al separarme los labios, abriéndome la boca para ver mi dentadura, miraría de reojo el cuaderno en el que el veterinario puntúa de uno a cuatro diversas partes de mi cuerpo, en el concurso anual de burros que se celebra en abril en esta pintoresca y tropical isla de Lamu.

Sin duda, si fuese un burro, me gustaría vivir en este islote situado a dos grados por debajo del Ecuador frente a la costa de Kenia, donde hay un santuario que los cura y cuida; qué diferencia con los burros del continente... de cualquier continente. Aquí, por estas calles frescas y estrechas, caminan tranquilos y a su antojo. No hay prisas, coches ni contiendas en este recoleto pedazo de África suavizada por poco más de 20.000 habitantes. Sus peculiares mezquitas sin minaretes se confunden con el resto de las sencillas casas, en un conjunto arquitectónico tradicional como sus costumbres, en donde llaman la atención espléndidas puertas de madera tallada; centenarias algunas de ellas.

En este asentamiento suahili de raíces árabe-africanas con ligeras influencias indias, el tiempo transcurre sereno; bajo velos, las mujeres aparecen y se mueven misteriosas como ninjas; los burros trotan felices, corren veloces con frenéticos jinetes que a duras penas esquivan a los niños que, descalzos, juegan frente al puerto, salpicado de tenderetes y astutos filibusteros que te asedian y te ofrecen baratijas y cruceros.

Si soplan vientos suaves las aguas son surcadas por breves naves a vela; dhows que se acercaron audaces en otros tiempos hasta Oriente para comerciar; ahora se quedan en exiguas singladuras de pesca y con turistas.