Retos medioambientales de la ampliación europea
Europa abre hoy las puertas a la ampliación política y cierra definitivamente la herida que, aunque suturada, aún era visible desde la gran guerra. Una Europa de 25 países nos acerca al sueño que vislumbraron Carlomagno, Carlos V, Napoleón o Metternich, o en el orden intelectual personas de la talla de Rousseau, Kant, Leibniz o más recientemente Stefan Zweig. Éste es el mayor y más profundo reconocimiento de la identidad europea desde que en 1950 Jean Monnet presentase un plan de acuerdo entre Francia y Alemania, germen de la actual Unión.
Ha pasado medio siglo desde que en 1951, gracias al Tratado de París seis países (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) actualizasen el sueño europeo, cuyos antecedentes nos retrotraen al imperio romano o, en otro orden al también imperio austrohúngaro. La vocación continental baja definitivamente el Telón de Acero que había dificultado el diálogo europeo durante los últimos cincuenta años.
Los españoles somos mayoritariamente favorables a la ampliación (barómetro de marzo 2004 del Real Instituto Elcano), como lo fuimos en 1985 a nuestra integración, aunque en la actualidad la euforia no nos acompaña en el mismo grado.
Sin entrar en la configuración política -que estimo apropiada- considero necesario fijar la mirada en el territorio. Los nuevos Estados aportan sobre todo territorio: la Unión Europea incrementará su superficie en un 33%, y además, amplía su disponibilidad medioambiental con un espacio de altísimo valor: los últimos reductos europeos de grandes carnívoros, los humedales de Biebrza, o los bosques vírgenes de los Cárpatos, por citar sólo algunos ejemplos.
El reto territorial y medioambiental de la ampliación es importante. La dimensión continental obliga, sin duda, a revisar las formas jurídicas con las que afrontar la nueva riqueza medioambiental o la distribución transnacional del transporte y la energía, tan importantes desde la perspectiva regional de la Unión. Los tratados constitutivos originarios afrontaron el reto de combinar el poder de decisión emanado de las directivas con la libertad de elección de medios. Ello supuso una revolución en el ámbito del derecho. Hoy podemos protagonizar un paso semejante si somos capaces de adecuar los instrumentos de regulación y ordenación a las exigencias de una Unión extensa: la idea de las directivas es un referente, pero no el fin de un proceso de innovación jurídica que, sin duda, será uno de los retos de la Europa ampliada.
En esta nueva Europa, las políticas medioambientales son una parte fundamental del acervo comunitario. Pero al mismo tiempo, uno de los riesgos que acompañan a la ampliación que hoy toma carta de naturaleza es el de la "asimetría medioambiental"; es decir, es preciso dilucidar si los nuevos socios serán capaces de situarse, durante el periodo transitorio, en el nivel medioambiental de la Unión Europea de los 15.
Las prevenciones no carecen de sentido en este caso. El proceso de industrialización en los países de la Europa Oriental ha obviado las más de las veces la variable medioambiental. La integración medioambiental de los nuevos socios se plantea, por tanto, en un doble nivel: desde la perspectiva del acervo comunitario, y desde la perspectiva de la profundización de una política medioambiental común.
Los países candidatos asumen, desde su integración, un proceso de incorporación del cuerpo legal en el que la regulación y el control medioambiental formarán parte de todas sus políticas sectoriales. La única opción posible en este contexto es la de acercar tales países a la realidad occidental, es decir, incrementar su renta medioambiental tanto legal como real. De esta capacidad de integración dependerá en buena medida el éxito de la incorporación.
Para ello, tanto las instituciones europeas como los Estados miembros hemos de crear un modelo cooperativo en el cual los nuevos adopten posiciones activas, en lugar de las puramente pasivas o reactivas. La tendencia a convertir a la Comisión en chivo expiatorio no debe servir de excusa de mal pagador.
Hay un sentimiento general de confianza en que el acervo medioambiental pueda ser incorporado sin grandes dificultades. Sin embargo, el pesimismo es mayor cuando se aborda un segundo nivel: el de la profundización de una política medioambiental común, que en el momento actual pasa por la formulación de una Agenda de Desarrollo Sostenible. Nuestro nivel de progreso en este campo es notable, y no parece fácil que los nuevos socios puedan lanzarse a gran velocidad en el campo de la sostenibilidad, lo que puede acarrearnos un riesgo de parón medioambiental.
Es necesario un esfuerzo común en esta línea, y dos elementos se prefiguran como puntos clave del éxito: la articulación de administraciones especializadas en políticas medioambientales y territoriales, y la generación de un espacio social de sensibilización medioambiental a través de Organizaciones No Gubernamentales. Ambos elementos tuvieron escasísimo desarrollo en la Europa Oriental como consecuencia del férreo control que ejercieron las autoridades y la escasa tradición asociacionista. Los quince años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín no han sido suficientes para forjar tales ámbitos de cooperación entre las instituciones y la sociedad civil, por lo que a día de hoy el gran reto que se nos plantea es trasladar, en un ejercicio de responsabilidad política, nuestro bagaje medioambiental a unas zonas cuya riqueza ya no puede estar por más tiempo al albur de un desarrollismo descontrolado como el que han vivido en las dos últimas décadas los nuevos miembros de la Unión.
Una vez más, el ámbito del derecho medioambiental común europeo ha de servir para forjar espacios de convivencia y de riqueza que fortalezcan la identidad europea.
Rafael Blasco es consejero de Territorio y Vivienda.
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