La esperanza del vómito
La sociedad civil ya no es tan abúlica como parecía. Ni tan silenciosa como lo fueron las mayorías silenciosas. Tampoco es tan palurda ni amoral. El 31 de enero de 1990, cuando McDonald's abrió su primer establecimiento en Moscú, los rusos lo celebraron como el advenimiento de la auténtica libertad y en forma de sustancia cárnica. Ahora, los mismos rusos organizan una protesta diaria en la ciudad de Voronej, a 500 kilómetros de la capital, contra la prepotencia de McDonald's y la complicidad de los corruptos políticos municipales.
Los establecimientos de McDonald's de un lado o Starbucks de otro han venido apostándose sin apenas resistencias en los lugares más emblemáticos de las ciudades del mundo. En Filipinas, McDonald's logró sobornar a un obispo para destinar un templo del patrimonio nacional a su negocio y, en Pekín, Starbucks cuenta, entre sus decenas de locales, uno en el interior mismo de la Ciudad Prohibida. Las circunstancias ciudadanas, no obstante, están cambiando.
Los habitantes de Voronej, que soportaron en 2002 la pérdida de un parque donde se jugaba al ajedrez en beneficio de un McDonald's, ya no dejan en paz a un nuevo establecimiento inaugurado a finales del año pasado. Un profesor de filosofía, Alexeï Kozlov, se encuentra al frente de las algaradas estudiantiles con militantes de ONG. Y la causa que les mueve no es sólo el antiamericanismo galopante de estos años ni la antiglobalización, sino además la comparación de los precios entre productos similares, propios y de franquicia, más la defensa del bortsch y del pelmenis, dos platos tradicionales que se enarbolan como orgullosas señas de identidad.
Pero ¿sólo cultural? ¿sólo de la cultura rusa? En el otro extremo del mapa, en el barrio de Inglewood de la ciudad de Los Ángeles, la población se ha venido comportando por el estilo. Allí no se trata de resistir a McDonald's, transustanciado en elemento existencial, pero sí a Wal-Mart, la supercadena de supermercados con 1,3 millones de empleados y que desde 2003 es la primera empresa mundial en volumen de facturación por delante incluso de la petrolera Exxon incluida. El secreto del éxito de Wal-Mart es que vende más barato que cualquier competidor posible y que termina pagando los salarios más bajos. Su estrategia consiste en arruinar pronto a los pequeños comercios cercanos y convertirse en la proveedora universal de los vecinos. Se ha dicho, incluso, que para que los parroquianos no se resientan psicológicamente por la desaparición de los tenderos de toda la vida, la cadena contrata actores que retienen los nombres de los clientes, felicitan los cumpleaños a los niños o se interesan por el resultado de un parto. Con todo, a los ya avezados consumidores de hoy no les vale cualquier cosa.
De acuerdo con su famoso lema Every day, low price (Cada día, precio bajo) Wal-Mart esperó superar las barreras de los sindicatos de trabajadores y la patronal del pequeño comercio mediante un referéndum popular que hiciera saber el sentir de los vecinos. Porque ¿efectivamente preferían los 120.000 modestos habitantes de Inglewood otra alternativa a esta oferta de precios imbatibles? El 6 de abril se celebró el referéndum Wal-Mart y un 66% de los votantes rechazaron a la empresa. ¿Una nueva conciencia revolucionaria?
Ciertamente la ciudadanía se encuentra cada vez más desprovista de ideas complejas y decepcionada de los políticos pero si la política se ha convertido en un comercio, ¿por qué no esperar que el comercio se convierta en política? Nunca más, quizás, se recupere la vieja noción de ciudadanía porque, entre otras cosas, la ciudad se va disgregando en un territorio de escasa articulación pero, en su lugar, nace un nuevo civismo que, a ramalazos, manifiesta un imprevisto pulso moral. Contra la guerra, contra la explotación, contra la contaminación, contra la comida o la televisión basura, contra el antihumanismo de las ciudades. ¿Cómo no ver que aquel embrutecido consumidor de hace años está empezando a vomitar?
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