Al cuidado de las flores
La pintura francesa de los impresionistas, postimpresionistas y nabis entró como un torrente en la venas artísticas del pintor Juan Echevarría (Bilbao, 1875-Madrid, 1931). Esa evidencia se torna presente en los setenta óleos mostrados en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, en torno a retratos, naturalezas muertas y paisajes.
Es seguro que interesará sobremanera la calidad de los retratos que hace a sus amigos escritores y artistas, Unamuno (por partida doble), Baroja, Valle-Inclán, Azorín, Paco Durrio, García Bilbao, Salaverría, y otros posantes. Pasará algo parecido, en menor medida, con los paisajes...
Mas donde su arte raya a una altura superior a todo lo demás es en las naturalezas muertas; es decir, en los bodegones, por lo general, con flores. En esas obras Echevarría pone todo su ser sensible al cuidado de las flores pintadas. Y lo hace impregnado de soledad y misticismo, al dictado de sus tres artistas más preciados. Toma de Van Gogh la vigorosa fuerza lumínica que imprimía a sus girasoles. De Cézanne se sirve en ocasiones, aunque tímidamente, del sesgo sincopado de ciertas pinceladas oblicuas. En cuanto a Gauguin -del que fue su más devoto seguidor-, introduce en los fondos de sus bodegones una flora semejante al aura de los paisajes tahitianos pintados por el francés...
Con obsesiva vocación para captar los entresijos de la luz y el color, llega a dominarlos las más de las veces, sobre todo en la especificidad de los bodegones o naturalezas muestras. Pero no se contenta con eso. Busca algo más. Por de pronto, quiere que todo el cuadro se transforme en un único ramo de flores; el resto debe estar a su servicio. Para unificar más el todo, trata incluso de fundir las flores de cada búcaro con los dibujos de flores que cubren las paredes (los antedichos fondos). Sin embargo, le queda pendiente esa búsqueda de algo más. Medita en ello profundamente. Se da cuenta que le falta la consecución cabal de los volúmenes. Y acaba por convencerse que atrapando los volúmenes de cuanto pinta, obtiene la verdad del cuadro o lo que él cree como su verdad. Para conseguir lo pensado, nada más adecuado que proveerse de lienzos de trama gruesa. Sobre esas arpilleras pinta con profusión de pasta. Sabe que a través de la materia puede representar mejor y más contundentemente los volúmenes. Al final de todo, el camino definitivo le lleva a la aspiración más grande, cual es la de dotar de vida a sus naturalezas, pero no para conseguir una mayor dosis de belleza, sino para que en sus cuadros se produjera el hecho tangible de la verdad. Esa fue la más hermosa y conmovedora aspiración, de aquel a quien Pío Baroja definió como "un hombre de gran sensibilidad y de grandes vacilaciones".
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