_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De casorios

Estamos en época de señaladas celebraciones familiares. Pronto se verán las calles recorridas por niñas y niños vestidos de Primera Comunión, aunque parezca que es cosa que decrece, no tanto por el perceptible auge que toma la Enseñanza Primaria en los colegios concertados, en los que aún se intenta la conservación de estas tradiciones, como por la prudencia de los parientes en superar los onerosos gastos que procuran los hijos. En los viejos tiempos hacia los que irremediablemente me inclino, la indumentaria resultaba más económica en los niños, que seguirían utilizando, durante un par de años o tres, los domingos, el traje de marinerito, despojado de los añadidos que proclamaban ese día más feliz de la infancia cristiana. Más peliagudo en el caso de las niñas, que si bien parecían novias impúberes, el costoso traje no llegaba hasta los desposorios y forzoso era utilizarlo una vez solo.

El propio vestido de recién casada tiene provecho para la misma persona, pues se acabaron los impedimentos para celebrar sucesivos esponsales con el traje blanco, antiguamente símbolo de una pureza todo lo cuestionable que se quisiera. Es un ingrediente que coopera a que el matrimonio, y su consecuencia natural, el divorcio, sean actos onerosos, aunque se simplifiquen las ceremonias, se prescinda del altar mayor, la alfombra hasta el atrio, las luces, la música de órgano, las flores y el recíproco asentimiento ante el alcalde o un juez municipal. Ese fue uno de los requisitos al residir los registros civiles en los Ayuntamientos. Aquellas bodas, con disciplinados niños llevando la cola del atuendo nupcial, las arras, los padrinos, el esmoquin o el chaqué alquilados pesaban sobre las economías modestas como ahora la hipoteca del pisito. Siempre envidié a tan rumbosa gente, que tiraba literalmente la casa por la ventana para celebrar un acontecimiento que se vaticinaba dichoso. Alguna compensación o póliza de seguro debería haber para quienes el asunto de la convivencia se tuerce prematuramente, tras tan fuertes dispendios. Hoy, los padres burgueses, más avisados, suelen celebrar este acto en lugares alejados, fincas remotas, merenderos de difícil acceso, para poner coto a la afluencia de invitados a los que se les convoca "de boquilla". Piensan, como justificación, que es mejor entregar dinero a la recién pareja que dilapidarlo en langostinos.

El divorcio sigue siendo caro y envenenado, incluso el civil, caída en desuso la separación temporal y más aún la nulidad, que solo parece interesar a las princesas de Mónaco y a contadas folclóricas. La fidelidad puede que haya salido fortalecida por el temor al sida, a la promiscuidad, circunstancias que, a tres bandas, como en el billar, condicionan la estabilidad hogareña. Son el sucedáneo de la condenación pecaminosa, en el otro mundo, a los fuegos infernales. Resulta más económica y segura la lealtad al compromiso contraído.

Es bueno el matrimonio cuando se puede soportar con cierta dosis de humor, que les traslado a ustedes con el propósito de que quizás sonrían. "¿Qué por qué me he casado?", contestó un cínico. "Muy sencillo, porque no me siento capaz de rechazar una propuesta de matrimonio si me lo piden cortésmente". Don Jorge Bernard Shaw ahondaba un poco más: "Cuando un hombre y una mujer se casan no hacen más que una persona, pero ¿cómo averiguar cuál?". En este aspecto y según en qué comunidades autónomas, caben otros tipos de celebrantes. La aguda e independiente escritora Colette precisaba: "Estar casada significa temblar cuando la chuleta del señor está demasiado hecha, el agua mineral no suficientemente fría, la camisa mal planchada...en fin, el agotador trabajo entre el señor marido y el resto de la Humanidad". Tengo mis dudas de que hoy existan esposas tan sumisas. Otro pensador asegura que "se estudian ambos durante tres semanas, se aman durante tres meses, se pelean durante tres años y se toleran durante treinta. Los hijos vuelven a hacer lo mismo". No estoy seguro de que siga sucediendo así. Para ser breves, el desvergonzado criterio que del vínculo tuvo el actor, autor y polígamo Sacha Guitry: "Dos personas casadas pueden muy bien amarse, si no lo están entre sí". Y nuestro Miguel Mihura, que murió soltero, aceptaba el matrimonio, "porque no vamos a ir todos los domingos al fútbol". De lo que no cabe duda es que la superboda de mayo será sumamente contagiosa. En fin, opiniones primaverales perfectamente discutibles.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_