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Razonamientos sobre Irak

Francisco J. Laporta

La posición de la Administración Bush, y la escolanía política que le rodea ante la orden de retirada de las tropas españolas de un Irak convulso, me suena un poco a la paradoja moral de aquel que había matado a su padre y a su madre y exigía clemencia alegando que era huérfano. En efecto, las decisiones bélicas del Departamento de Estado han sido la causa próxima de que en aquel país se viva hoy una situación anárquica e inestable que hace presagiar lo peor, y se alega precisamente esa situación para demandar que las tropas permanezcan allí en aras de la responsabilidad. Sucede, sin embargo, que esta argumentación resulta muy endeble. Primero porque la decisión de ocupar no constituyó solamente un error de cálculo que ahora deba corregirse, sino un acto deliberado de agresión que constituye una infracción grave de la Carta de las Naciones Unidas. Y en segundo lugar porque permanecer allí no va a resultar sino en el deterioro irreversible de la situación, por lo que lo verdaderamente responsable es marcharse. Trataré de argumentar estas afirmaciones.

Para mostrar lo primero no hace falta demorarse en una interpretación erudita de esta o aquella resolución de las Naciones Unidas ni hacer una exégesis rigurosa de la Carta. Basta con analizar el argumento diabólico en base al que se tomó la decisión de atacar. Impulsándose en la profunda sugestión que habitaba las mentes de los ciudadanos americanos tras el 11-S, el equipo de Bush mantuvo contra viento y marea que Sadam Husein poseía armas de destrucción masiva, lo que era suficiente justificación para una preemption bélica, es decir, para una acción militar dirigida a vaciar, a desactivar la posibilidad de su uso. Lo diabólico fue que para establecer esa primera premisa de su argumento conminaron a Sadam a demostrar que no tenía esas armas y desoyeron en seguida las demandas de los inspectores de las Naciones Unidas. Esta maquinación lógica dio como resultado, naturalmente, lo que ellos querían. Pero no lo dio por la reticente actitud iraquí, sino por un problema metodológico: la prueba de los hechos negativos es en la mayoría de los casos sencillamente imposible. Y este era uno de esos casos. Esto lo tenía que saber muy bien cualquier abogado porque había sido formulado ya nada menos que por uno de esos que fueron llamados viejos europeos, un jurista romano llamado Paulo (ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat) y está hoy incorporado a todas las tradiciones jurisprudenciales modernas como una garantía de los procedimientos penales. Los belicosos aliados, en cambio, se inclinaron más por la doctrina que, según el hermano Nicolau Eimeric, fraile dominico, debe aplicarse por el Santo Oficio a los sospechosos que niegan la herejía: "Sean cuales sean sus razones deben ser considerados herejes mientras se obstinen en su negativa". La combinación de estas dos trampas lógicas pone sin duda de manifesto lo que ahora sabemos por otras fuentes: que nada importaban los hechos a quien tenía tomada de antemano la decisión de agredir. No hubo por tanto nunca un ataque para prevenir, ni una precaución ante una amenaza potencial, sino una configuración tramposa de los hechos destinada a servir de cobertura a una agresión ilegal.

Sentado esto, podría a pesar de todo argüirse que la situación creada por la acción bélica ilegal ha resultado ser tan caótica y peligrosa para los propios iraquíes que lo único responsable es quedarse allí para arreglarla. Pero, en primer lugar, no está dicho que deba ser arreglada militarmente. Puede haber otras formas de hacerlo. Pero, sobre todo, no todo el mundo puede invocar la responsabilidad y mucho menos endosársela a los otros. Quienes han provocado la dramática situación, como el huérfano que mató a sus padres, se han enajenado la legitimidad para esgrimirla como una razón moral. Carecen ya de entidad moral para proponer un razonamiento semejante. La invocación de la responsabilidad como una exigencia para quedarse no puede ser hecha por aquellos que han provocado la catástrofe irresponsablemente. Lo único que les queda a éstos es pedir perdón por el error y rogar, no exigir, que se creen mecanismos internacionales para paliar el daño. No creo sin embargo que el Pentágono o el Partido Popular sean proclives a practicar esta forma de humildad.

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Como ni la corrección jurídica ni la coherencia moral abonan la permanencia de tropa alguna en el Irak, tendremos que descender directamente hasta el razonamiento prudencial para ver de justificarla. Este, al parecer, es el gran reino de la política, especialmente de la política exterior. Y aquí la pregunta es ¿qué hemos ido a hacer en realidad a Irak? Para el caso español la respuesta no es fácil porque, aunque parezca increíble, a estas alturas no sabemos todavía lo que pintamos allí. Descartado que hayamos ido en misión humanitaria, como se pretendió alguna vez, sólo queda una respuesta económica y una respuesta política. La respuesta económica podría tener que ver con el botín pero, a diferencia de los pingües beneficios que están haciendo, al parecer, empresas americanas no ajenas al staff de la Casa Blanca, no se sabe de ninguna empresa o actividad española que haya sacado partido del suceso. La respuesta política, que se nos ha recordado por activa y por pasiva, tiene que ver con esa que se viene llamando, con una imprecisión grave de la que habrá que hablar algún día, "guerra" contra el terrorismo. Una coalición de países civilizados y amantes de la democracia -se dice- ha ocupado Irak impelida por la necesidad de combatir el terrorismo internacional. Pero si esa era la meta, el resultado no puede ser más desolador. Para empezar vemos con inquietud cómo la fisonomía ética y política que nos diferenciaba precisamente del terrorista empieza a desdibujarse. Guantánamo no es sino una metáfora de lo que puede llegar a ser esa "guerra" indiscriminada contra el terror, y nadie duda de que es una traición sustancial a los principios del rule of law que caracterizaron desde su fundación misma a la república americana. Pero lo peor no son los resultados de aquí, sino los resultados de allí. Ningún analista puede negar hoy que estamos en presencia de un caso clamoroso de efectos perversos. Dejando a un lado su falta de fundamento legal, los objetivos explícitos de los actores del conflicto no eran malos: derrocar a Sadam Husein tiene que ser considerado como un bien por cualquier persona de

cente. Pero acaece que, como sabemos ya desde hace muchos años, cuando una acción humana toma tierra en un mundo de seres libres, el bien colectivo que a veces logra va con frecuencia escoltado por un mal colectivo paralelo. Al lado de la astucia de la razón hay también una astucia de la sinrazón. La caída de Sadam determinó que resurgiera ese minoritario segmento social de la población islámica que con su especial dogmatismo constituye el caldo de cultivo del terrorismo de inspiración religiosa. Y la pésima administración de la posguerra hizo lo demás. Se venció a Sadam, pero el resultado de ello quedaría perfectamente ilustrado con aquellas palabras que es fama que pronunció el rey egipcio Pirro: 'Otra victoria como ésta y estamos perdidos'. La celosa guerra contra el terrorismo ha resultado un factor de crecimiento exponencial del terrorismo. Hasta el punto de que hoy por hoy puede decirse que permanecer en Irak es precisamente lo que incrementa el terrorismo. El argumento político, por tanto, tampoco funciona. La decisión de retirar las tropas tomada por el nuevo Gobierno es, pues, jurídica, ética y políticamente irreprochable. Quienes teman que, a pesar de ello, pueda tener malas consecuencias en términos de respuesta o represalia de nuestros mismos coaligados y consocios, que mediten qué pesa más en los platillos de esa balanza. Y para aquellos que tengan alguna convicción religiosa añadiré, además, una acotación teológica. La extraigo de otro de aquellos viejos europeos. En este caso, un burgalés de ascendencia vasca, Francisco de Vitoria, al que muchos consideran fundador del derecho internacional y creador de la teoría de la guerra justa: 'También yo me alegro de lo que significan las guerras para defender la república. Pero no querría que luchara una persona a la que yo desee la vida eterna'.

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