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Columna
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'Grândola'

Recuerdo el trayecto que recorrimos aquel día desde la casa de uno a la del otro, porque dejamos nuestras huellas marcadas a hierro sobre la acera con los patines. Nuestros cuerpos elásticos se cimbrearon al pasar bajo el puente, la tibieza de abril, el anuncio de una marca de cigarrillos americanos en el escaparate del estanco, la brisa que nos removía el flequillo al bajar una cuesta. Daba la impresión de que el aire de la mañana estaba electrizado, pero su luz parecía prometer aquel cielo de los catorce años que aún no era azul ni blanco, sino de un color cambiante como nuestros pensamientos. Bajamos la rampa de la estación vieja de la mano, a toda velocidad, con los jerseys de lana atados a la cintura, acalorados de patinar. Pero entonces todavía no sabíamos lo que estaba sucediendo al otro lado de la frontera.

A Portugal solíamos ir a comprar toallas o paquetes de café torrefacto y algunas veces, con suerte, también algún juguete -todavía conservo un aparador con tacitas blancas de porcelana y un balancín de madera-. Pero aquel 25 de abril no era un día cualquiera. Cuando llegué a casa al mediodía, encontré a mi abuela en la cocina, escuchando la radio con el dedo índice cruzado verticalmente sobre la boca en señal de silencio mientras el más pequeño de mis hermanos, desfilaba en pijama por el pasillo con una barra de pan al hombro, coreando las primeras consignas de la revolución de los claveles.

Mis padres, como muchos jóvenes progresistas de entonces, habían cruzado al otro lado del río Miño para escuchar en directo aquella canción que un muchacho de ojos fraternales, llamado José Afonso, entonaba a pleno pulmón y atronaba todo el país desde las emisoras de Radio Renascensa. En la explanada de Terreriro do Paço, en pleno corazón de Lisboa, el capitán Salgueiro Maia ponía la primera nota de heroísmo callejero al enfrentarse con los tanques que había enviado la Pide desde el cuartel do Carmo, donde se había refugiado el dictador. Los gritos más coreados por la multitud eran los que pedían el regreso inmediato de las tropas de Angola y Mozambique. "Nem mais um só soldado para as colónias", voceaba también mi hermano Javi, al que ya se le había unido el resto de la patulea formando una avanzadilla que estaba a punto de alcanzar la puerta de la calle ante el susto de mi abuela, temerosa siempre de que pudieran oírlos los vecinos.

Quizá no tuviéramos edad todavía para entender el alcance de lo que estaba sucediendo, pero aquello nos encantaba y teníamos la sensación física de que nosotros formábamos parte de lo que acontecía allí al lado, de las consignas, las canciones, de los claveles que las floristas iban poniendo a los soldados en la boca de los fusiles, bautizando con ese gesto la última revolución romántica de Europa. Más tarde conoceríamos la historia y las anécdotas de la jornada por voz de los propios capitanes de abril en las frecuentes visitas que hicieron a Galicia antes de la detención de mi padre junto a otros capitanes de la UMD un año después. Ellos no tuvieron tanta suerte.

Ya llovió... 30 primaveras desde entonces. Pero nunca olvidaré que Grândola, Vila morena fue la canción con la que empezamos a sentir un incipiente idealismo que nos ensanchaba los pulmones y que también tenía que ver con aquella sensación que experimentábamos al patinar cuando, poco a poco, íbamos ganando velocidad, empujados por un viento alado que nos removía el pelo y parecía poner a nuestro alcance todos los sueños de abril.

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