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Columna
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El bigote

"Siempre tendrás un bigote cerca de ti", dicen que José María Aznar le dijo a George W. Bush en alguno de los momentos de intensa presión que compartieron durante su idilio público y bien publicitado. La verdad es que la frase me ha sorprendido. No por lo que significa, evidentemente, sino porque no le conocía a Aznar ese sentido del humor. Una, en su recordatorio de años de tribulación parlamentaria, con José Mari de actuante en la Cámara, y después ya como observante interesada de la política, nunca había notado ni un ápice de imaginación humorística. Por eso siempre recelé del personaje, mucho más allá de las evidentes diferencias ideológicas que teníamos, porque alguien con poder y sin humor era, sin duda, alguien peligroso. "La ironía es la expresión de la inteligencia", me decía Pere Quart desde la atalaya de su sagacidad inigualable. Y añadía: "Pero el sentido del humor nos hace humanos". ¿No es eso lo que aseguran? ¿Que nos diferenciamos de las bestias porque somos capaces de reírnos? Aunque más bien creo que nuestra diferencia con las bestias es que nosotros hacemos el bestia y ellas no, pero éste sería otro debate. Además, viendo el mundo mundial, cabe preguntarse de qué puñetas reímos... Pero volvamos a Aznar. Aznar sabe reírse de sí mismo. Esta es una novedad tan contundente y sorprendente que pone en cuestión algunas de las evaluaciones de su estilo político. Así pues, el hombre autárquico que siempre confundió la autoridad con la intransigencia, que despreció al Parlamento y con él a los ciudadanos, que rompió los puentes de diálogo de las distintas Sefarad y nos llevó al peor momento de convivencia en democracia, ese hombre de corte prepotente y cultura autoritaria, resulta que sabía reír. Ahora que son tiempos de jubilación aznarista y que habrá que empezar a hablar bien del ex presidente (nostálgica con los caídos como siempre es la historia), el dato nos aporta un poco de oxígeno.

El bigote, por ejemplo. Una siempre pensó que ese bigote estaba puesto ahí, precisamente ahí, altanero e insolente, porque era un bigote de poder. No tenía ningún sentido en esa cara, agredía más que confiaba, acumulaba reminiscencias de otros bigotes históricos altamente olvidables y, más allá de la libido de cada cual, resultaba ser uno de los bigotes más anticonceptivos que se habían visto en los últimos tiempos. Ni Celia Villalobos, en los días magníficos en que aseguraba que Aznar era guapo, debía atreverse con ese bigote. Sin embargo, el bigote estuvo ahí, en cada decisión incomprensible, estuvo cuando su dueño se ahuyentó del negro chapapotero, cuando despreció a las familias del accidente del Yak, cuando se lió en una guerra, cuando intentó secar el Ebro, cuando agredió a la información y mintió sin reparos, estuvo en cada delirio de poder. Precisamente porque era un bigote antipático, representaba la antipatía del poder, cuando el poder decidía no entender la grandeza del pacto. Un bigote para imponer, no para escuchar.

Es coherente que sea el bigote el que acapare el protagonismo en estos días de confidencias sacadas a la luz por obra y gracia de Woodward. Me imagino la escena. Los dos con sus zapatos de poder calados hasta el fondo en su convicción de dominar el mundo. Bush, cual Groucho Marx, dándole vueltas al globo terráqueo, feliz a pesar de todo. Aznar, orgásmico de estar al lado, al ladito mismo del comisario jefe, dándole ánimos y palmaditas de apoyo, como los buenos alumnos aplicados. Siempre habrá un bigote a tu lado, Georgi, que para eso lo llevo bien puesto. Y los llevo bien puestos... Y así, uno al otro, incomprendidos por la masa insaciable, pero sin embargo felices de su claridad, de su rotundidad, de su implacabilidad. Un bigote implacable para un momento implacable.

La metáfora es tan extraordinaria que, con seguridad, Juan José Millás podría extraer uno de esos cuentos humorísticos breves que borda genialmente. Porque lo cierto es que, si ese bigote afeaba una cara, lo que significa afeó todo un proceso y, en sus aires de grandeza, destruyó la posible grandeza de su dueño. No me imagino a Blair con ese tipo de confidencias, por mucho que el sarcasmo británico sea un clásico. Pero cuando uno se emborracha de poder y cae en el mesianismo, hasta el punto de decidir matar al mundo para poder salvarlo de si mismo, las confidencias tienen techo bajo, tan bajo como la categoría de quien las formula. Confidencias de bigotes para momentos bigotudos.

Por suerte, y es una suerte, ZP no lleva bigote. Y en el caso de llevarlo, una se lo imagina más salsero y menos antipático. ¿Sabrá ser el hombre dialogante que asegura? ¿Reconstruirá los puentes de diálogo rotos? ¿Marcará estilo recuperando los mejores estilos? Las intenciones sueñan con horizontes lejanos y hasta la determinación es severa, por mucho que servidora no comparta la precipitación en la retirada de las tropas. Incluso la gramática ha cambiado, sustituido el verbo imponer por el verbo hablar. Si lo consigue, y promete que nunca, nunca se dejará bigote, ZP habrá ganado a Aznar en lo fundamental: en la lección democrática porque más allá de los errores de Aznar y de sus muchas irresponsabilidades, lo que hubo fue un estilo de imposición, un desprecio, un asqueo hacia los pobres mortales que no merecíamos tamaño presidente, un poder desde la prepotencia. ZP puede equivocarse mucho, pero nace del deseo de compartir, y ese deseo le da grandeza. Veremos. ZP puede hacer historia desde la humildad. Su antecesor lo intentó desde la arrogancia, y ahí está, pasando a la historia por su bigote.

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