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Crítica:ESCAPARATE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Lo memorable

Empezar una breve colección de cuentos con dos historias de ahorcados parece una exageración, o así lo vio el inglés Thomas Hardy (1840-1928) en un prefacio a sus Cuentos de Wessex. Es que, se defendía Hardy en abril de 1896, las ejecuciones abundan en las tradiciones del lugar, pues los años de 1820 fueron excepcionalmente malos, y la horca era el destino de quien robaba una oveja para comer, o estaba presente por casualidad cuando la multitud quemaba un montón de paja. Fue una época memorable, de la que se hablaba ante la chimenea y en la taberna y en la iglesia, y Hardy la convirtió en literatura de revista ilustrada. Como escribe Manuel Rodríguez Rivero a propósito de El brazo marchito, selección y traducción del Hardy cuentista que Javier Marías preparó en 1974 y que hoy seguimos leyendo con placer: "Hardy lo tenía tan claro como los buenos narradores orales. Un suceso -real o imaginario- debería ser lo suficientemente excepcional para justificar la narración. Nada merece la pena ser contado a menos que la historia se salga de la experiencia más común de los hombres y mujeres...".

EL BRAZO MARCHITO

Thomas Hardy

Traducción de Javier Marías

Reino de Redonda

Barcelona, 2004

390 páginas. 19,50 euros

Nada hay más fabuloso que un reino perdido, como ese país agrícola, real e imaginario del sur occidental de Inglaterra al que Hardy llamó Wessex, el universo de toda su literatura: su reino irrescatable fue el tiempo pasado y todavía próximo. Hardy presumía de haber conocido a quienes conocieron a sus personajes, y tenía oído para las habladurías y creencias aldeanas, las noticias de almanaque o periódico, las crónicas y leyendas del lugar. Escribió unos cincuenta cuentos entre los años 1878 y 1900, y, cuando no se ocupó de aquel mundo de campesinos sometidos a la repetida fatalidad de las estaciones, respetó su culto al destino inevitable: sus historias se traman a partir de encuentros fortuitos que producen violentas e irónicas contraposiciones. Digamos que a la fiesta de un nacimiento acuden un verdugo y un condenado a muerte. Y que los alegres pasos de baile en el bautizo son simultáneos a las zancadas furiosas de un fuera de la ley que intenta salvar la vida.

La realidad resulta fantástica.

Una pobre lechera abandonada con un hijo sueña con la joven esposa del granjero que la descarrió: la mujer nueva, envejecida y arrugada monstruosamente en la pesadilla, aplasta con su peso a la lechera, que la agarra de un brazo y se la quita de encima. Por una rara coincidencia la esposa sufre desde entonces una magulladura en el brazo, que se le va pudriendo de verdad. Son casualidades caprichosas, porque los personajes de Hardy están a merced de las arbitrarias leyes humanas, con sus impuestos y patíbulos y convenciones sociales, pero, sobre todo, sujetos a una Voluntad Superior, una Imbecilidad Suprema, que nos ha concebido en broma y nos destruye azarosamente. Pequeñas ironías de la vida llamó Hardy a uno de sus cuatro volúmenes de cuentos. Hardy fue un terrible humorista. En sus cuentos, el rígido predicador acabará hospedándose en la casa de la contrabandista de alcohol, y enamorándose de la delincuente. Y la mujer conquistada por un violinista tramposo irá a pararse, muchos años después, con su marido y la hija que tuvo del músico, precisamente en un hostal donde otra vez se oye el violín arrebatador.

En bailes y fiestas suena la música que enreda a las criaturas. Como decía la Sue de Jude el Oscuro, la novela final de Thomas Hardy, el mundo se parece a una melodía compuesta en sueños, maravillosa a medio despertar e irremediablemente absurda con los ojos bien abiertos. La heredera de una noble casa se fuga de la celebración navideña con el hijo de un artesano: el chico es de clase baja, pero bellísimo, y los suegros deshonrados se avendrán a recibirlo entre los suyos y pagarle un viaje por Europa, para su educación como caballero. Un incendio en un teatro durante el carnaval de Venecia dejará al pobre tristemente desfigurado, repugnante. Perdido, como una careta, el rostro excepcional, el único don que poseía el novio, ¿qué hará la novia? Aquí Thomas Hardy pudo pensar en el modelo literario que le había sugerido George Meredith, el del folletinista Wilkie Collins, que, en La pobre señorita Finch, trató el mismo tópico para bienpensantes: la oposición entre lo bello y lo útil, lo transitorio y lo permanente. Y, a su vez, este mismo cuento de Hardy, Barbara de la Casa de Grebe, quizá sirvió para el Dorian Gray de Wilde.

Hay también desencuentros

decisivos: una mujer casada y soñadora cae bajo la atracción de un poeta al que nunca conocerá, tiene un hijo con la cara del artista que jamás llegó a acercársele, y, sin ningún género de dudas, su marido se siente traicionado. Pero los matrimonios breves, fastidiados por el destino, posiblemente sean mejores que los largos matrimonios sensatos: media docena de años pasan y la experiencia matrimonial se hunde "en el prosaísmo y otras cosas peores", dice Hardy. Todo se desgasta y pierde por impaciencia o indolencia, incluso las buenas intenciones, como enseña esa historia del suicida enterrado en un cruce de caminos, sin señal, para el olvido absoluto. No queda lápida sobre el suicida, pero permanece su historia, otra forma de encuentro fortuito: en una reunión alguien cuenta algo que merece ser contado, y, aunque la hierba crezca sobre las tumbas de los personajes del cuento, sus peripecias seguirán conociéndose y contándose tan bien o mejor que en su época.

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