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Columna
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Menosprecio

El error cometido a la hora de colocar una lápida en la casa natal de Juan Gil Albert no es sólo una anécdota, como se ha querido presentar ante la opinión pública. Cuando se conoce, los pormenores del suceso revelan el desinterés con que el Ayuntamiento de Alcoi ha recibido el centenario del poeta. No veamos en ello, sin embargo, una animadversión particular contra Gil Albert, ¿cómo podría haberla? Lo que el hecho manifiesta es, más bien, una manera de percibir los asuntos de la cultura instalada entre nosotros desde hace tiempo.

Durante los últimos años, nuestros principales poetas, pintores, escritores, han merecido la atención de los gobernantes únicamente cuando podían serles de utilidad. Si la popularidad de su nombre permitía cualquier operación publicitaria que reportara un beneficio para el Gobierno, despertaban de inmediato el interés; en caso contrario, se les ignoraba. Por parte de las autoridades, ha predominado un concepto utilitarista de la cultura al que se han sometido la mayor parte de las iniciativas. Pero aún en estos casos, teníamos muchas veces la sensación de que las cosas se hacían deprisa, de mala gana, sin que, probablemente, existiera un interés real. El enlabio en que se convirtió la acción del Gobierno durante esos años, alcanzó todos los ámbitos y creo una manera de actuar que pervive en la actualidad.

Los papeles de Miguel Hernández carecieron prácticamente de importancia hasta que sus herederos decidieron depositarlos en Elche, bajo el cuidado de aquel Ayuntamiento. Lo hicieron tras aguardar mucho tiempo y cansados de que la Generalidad incumpliera sus promesas. Sin embargo, a partir de ese momento, Eduardo Zaplana se empeñó en una batalla personal para reivindicar el nombre del poeta cuyas consecuencias perduran hasta hoy. Todo aquello que no se había hecho con anterioridad, a lo largo de los meses, se resolvió ahora en pocos días. Naturalmente, con la acción se multiplicaron los discursos y las declaraciones gubernamentales reclamando la figura y el patrimonio de Hernández.

Esta manera de actuar respecto a Hernández es la misma que se manifiesta, aunque en distinta dirección, en los casos de Fuster o de Sanchis Guarner. Aquí fueron las cuestiones políticas -cuestiones meramente partidistas, de estrategia electoral- las que llevaron a ignorar la memoria de los intelectuales valencianos. Las vicisitudes que han afectado a la casa de Fuster en Sueca, o el destierro impuesto a los fondos documentales de Sanchis Guarner muestran cómo se ha ejercido entre nosotros la política cultural. Poco cabe añadir al respecto, pues cualquier persona puede juzgar los hechos y formarse una opinión.

Quienes, por un momento, creímos que estas conductas desaparecerían con la marcha de Eduardo Zaplana, hemos comenzado a comprobar nuestro error. Las actuaciones del Gobierno de Francisco Camps no invitan, por el momento, a ningún optimismo. Bajo unas formas, si se quiere, más discretas, menos autoritarias, perviven, sin embargo, las mismas políticas de fondo. Se sigue manteniendo una visión restrictiva, meramente económica, de la Comunidad. Falta grandeza de ánimo para reivindicar y enaltecer un patrimonio intelectual que pertenece a todos los valencianos.

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