Calidad sanitaria y racionalización del gasto
La exigente demanda de los ciudadanos ante el suministro de la mayoría de bienes y servicios, tanto públicos como privados, tiene como canal de satisfacción las tecnologías de la información. Las transacciones electrónicas en los sectores del comercio, la banca, el turismo... han tenido un desarrollo exponencial en la última década porque han basado sus operaciones en un lenguaje profesional normalizado, en unos estándares de comunicación universales, en mecanismos de protección de la seguridad y privacidad y llevando a cabo decididos planes de inversión para aportar valor y conveniencia a sus clientes.
La sanidad, pese a constituir un servicio universal que utiliza ingentes cantidades de información, ha permanecido hasta ahora al margen de esta corriente de innovación y progreso. Los historiales médicos, las prescripciones farmacológicas e, incluso, muchas de las funciones administrativas sanitarias continúan siendo gestionadas manualmente, dando lugar a problemas de índole diverso. Estos problemas han quedado plenamente evidenciados en diversos estudios llevados a cabo por The Institute of Medicine (IOM) en los EE UU durante más de una década y tienen una aplicación universal.
Esta situación coincide con un acusado envejecimiento de la población, con una aceleración en la aparición de nuevos fármacos, con la sofisticación de la oferta de equipos en los campos de la cirugía y de la clínica, con los avances en la biotecnología y con la eventualidad de contingencias de alcance masivo. Así las cosas, el gasto sanitario supone del 25 al 30% de los presupuestos anuales en la mayor parte de las autonomías. Un tercio de dichos presupuestos son absorbidos por la factura farmacéutica y no es probable que ésta descienda, exclusivamente, por la sucesiva gestión de los precios de referencia y de los productos genéricos.
Por otra parte, es sabido que las grandes innovaciones de conveniencia socio-económica de los últimos dos siglos (ferrocarril, electricidad, automoción y telecomunicaciones) han sido exitosas porque han seguido estándares operativos. Sin el cumplimiento de tales requerimientos ningún sector que necesite expandirse en red puede automatizarse y, por ende, progresar. Sin la normalización de tornillos, rodamientos, voltajes, señalizaciones... sería impensable hablar de la democratización del consumo y del bienestar social.
La sanidad es, al menos en España, un bien público, amparado por un sistema que trabaja 24x7, cubriendo todo el país y con una oferta de servicios cada vez más amplia y sofisticada. El Sistema Nacional de Salud (SNS) recibe este nombre porque, como señala el Diccionario de la Real Academia, un sistema es un "conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente enlazados entre si". Un activo de tal importancia social puede ser reforzado por la tecnología de la información, en tanto que la utilización de estándares de interoperabilidad y comunicación refuerza el sistema, lo hace más eficaz, eficiente, seguro y conveniente para el paciente.
La utilización de estándares asegurará que los españoles puedan ser visitados, recetados, operados y dados de alta en cualquier parte del país con las mismas garantías y confortabilidad que tendría un paciente en su lugar de residencia. Su historial médico sería utilizado de manera ubicua, cuando fuese conveniente, por cualquier facultativo autorizado. Se evitarían diagnósticos erróneos, se podrían consultar resultados de análisis previos de forma inmediata, detectar alergias o contraindicaciones de medicamentos, etc. Todo un arsenal de ventajas que racionalizan un servicio público, que se apoya en la información y que, a pesar de ello, no utiliza suficientemente las ventajas que ofrece la tecnología. Sin embargo, disponer de un cuadro de reglas de comportamiento común para poder compartir y transmitir la información médica de los pacientes sólo es posible si previamente, y con carácter nacional, se han fijado estándares de obligado cumplimiento por todos los actores del SNS.
El Estado de las Autonomías que consagra el Título VIII de la Constitución Española transfiere la gestión sanitaria a las Comunidades Autónomas con sometimiento a las leyes básicas que emanan de la Cámaras Legislativas Nacionales. Esta estructura de la organización política y administrativa, ejemplar desde muchos puntos de vista, puede inducir, en el campo de las tecnologías de la información aplicadas a la sanidad, a decisiones involuntariamente equivocadas. Es necesario asegurar los requisitos de interoperabilidad y de comunicación entre los instrumentos que posibilitan la transferencia de información en el marco del Sistema Nacional de Salud, de suerte que se cumplan los objetivos y fines, entre otros, de la Ley General de Sanidad y de la Ley de Cohesión y Calidad del SNS.
Los precitados requisitos deben ser comunes para todas las autonomías y deberían ser instrumentados mediante estándares básicos, es decir, de observancia nacional. Dada la enorme cantidad de actores sanitarios, públicos y privados, tecnológicos, sociales... que deberían intervenir en los grupos de trabajo responsables de elaboración de los mismos, entendemos que la fórmula organizativa más adecuada para este propósito sería la constitución de una Fundación. Ésta no debía buscar una solución autonómica, sino que debería amparar a 42 millones de españoles con creciente movilidad a lo largo y ancho del Estado. La reciente aprobación por el Consejo de Ministros de la UE de la tarjeta sanitaria europea nos permite, incluso, pensar en un futuro ámbito fundacional de mayor calado político.
Esta fundación, inicialmente llamada "Fundación para la Sanidad Electrónica", estaría liderada, inicialmente, por los ministerios de Sanidad y de Industria y sería responsable de entregarles, dentro de plazos preestablecidos, sendos modelos, suficientemente probados operativamente, de "Historial Médico Electrónico" y de "Receta Electrónica". Ambos estarían basados en los estándares de interoperabilidad y comunicación comentados con anterioridad, y podrían ser complementados con otros modelos que, en el futuro, el Patronato tuviese a bien encomendarle. Su composición sería de amplio espectro público y privado, y la profesión médica deberá ocupar un lugar central.
A modo indicativo, la presidencia recaería en una personalidad de indudable prestigio científico/profesional, contaría con un director general, un steering committee y deberían ser patronos, además de los dos precitados ministerios, una representación del Consejo Interterritorial del SNS, las sociedades, asociaciones e institutos científicos, las organizaciones colegiales, ANIEL y SEDISI, etc. La Fundación contaría con la ayuda profesional de organizaciones internacionales expertas en la configuración de estándares tecnológicos de índole sanitario. Sus fondos constitutivos provendrían de los citados ministerios, de los programas de la Unión Europea, y, fundamentalmente, de aportaciones de patronos privados y de donaciones filantrópicas. Una tarea, sin duda, ardua, pero tan plausible, como ineludible para el nuevo gobierno.
José Emilio Cervera es economista (jecervera@mixmail.com)
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