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Tribuna
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"Visca Espanya!"

Ésta es quizá la última oportunidad para el patriotismo democrático, pluralista y cívico. El de Habermas (y no del nacionalismo que, sin complejos, se aprovechaba de Habermas para convertirlo en camisa de fuerza). Estamos ante la última oportunidad de resolver lo que se ha dado en llamar el problema de España. Sí, eso que muchos ciudadanos de buena fe no perciben como tal (si no comprenden que para otros, de no menor buena fe, sí es un problema, no será posible buscar la solución, con lo que en determinadas zonas seguirá progresando la idea antagónica: romper y marcharse). España lleva más de un siglo desembocando en la orilla de la tempestad. Muy pocas veces ha encontrado la playa del sosiego y del mutuo reconocimiento. A veces, como en estos años constitucionales, ha encontrado cierto acomodo, pero siempre resurge la corriente tenebrosa y antipática. Nuevos fangos de recelo llegan al delta de la exclución (y de su equivalente opuesto: el separatismo). Estamos ante la última oportunidad. España podría descansar, reconciliada consigo misma, tal como es (y no como "debería ser") en la orilla de la inclusión (y de sus equivalentes: la fidelidad y el reconocimiento). Como se ha visto estos días en los que Madrid ha sido la capital del dolor y casi todos nos hemos sentido madrileños, lo que espontáneamente surge de la ciudadanía, sea en Córdoba, León o Tarragona, es el impulso del abrazo.

Ha terminado, aparentemente, el ciclo de Aznar, caracterizado por el intento de someter las carnes de nuestra democracia a un férreo corsé. El corsé del nacionalismo españolista que el catolicismo conservador fraguó después de la crisis de 1898. La operación ideológica y política de Aznar es perfectamente coherente con el propósito que inspira a los neoconservadores norteamericanos, como apuntaba el otro día el sabio Álvarez Junco. Se trata de un curioso liberalismo económico: paradójicamente compatible con un Estado entrometido y fuerte. Es necesaria, en efecto, toda la fuerza del viejo Estado para que los valores fundacionales de la patria puedan ser restaurados. En el caso norteamericano, estos valores se desprenden de la recreación fundamentalista y protestante del mito bíblico: el pueblo escogido recibe de Dios la tierra prometida; y está por encima de todo el derecho a defenderla de las amenazas (internas y externas) que la ponen en riesgo. El mito de la España Una y Grande (Seria, adjetivaba Aznar) entronca con la ensoñación imperial. Quinientos años después de Colón y 100 años después de la crisis pesimista del 98, el mito reaparece en la ilusión de reconquistar económicamente Hispanoamérica (éste y no otro es el sentido del gran cambio que Aznar ha impuesto en política exterior, perceptible en su ambigua frase sobre la comunidad hispana de EE UU: se acaricia la idea de que la lengua castellana podría convertirse en eje de formidables negocios multinacionales a la altura casi del inglés).

Para construir la nueva hegemonía ideológica, había que bombardear el consenso (valor precioso de nuestra transición). Desaparecieron los valores transversales. Leo Strauss, filósofo inspirador de los neocons, definía la política como un maniqueísmo. Para el combate entre el Bien y el Mal, o estás conmigo o contra mí. La demonización de "los otros" es la evidencia del maniqueísmo aznariano. Y la estimulación de los conflictos interterritoriales (el trasvase del Ebro, por ejemplo), el arma más eficaz. Cierto: existía previamente un Mal. Existe ETA. La lucha contra el independentismo fascistoide era de obligado cumplimiento democrático: los éxitos (represión de la violencia y bloqueo de las fuentes políticas) han sido muchos; aunque son también muchas las dudas que ha provocado. A muchos ciudadanos nos ha sido imposible distinguir entre el combate ético y el aprovechamiento político. Uno ha tenido la impresión (y duele expresarlo así, por respeto a las víctimas del terrorismo) de que Aznar y su corriente han ofrecido sus muertos al altar de sus dioses patrios (de ahí el efecto boomerang de las elecciones: al hacerse obsceno, por visible, el intento de manipular el dolor electoralmente, el furor de que el PP que servía para anatematizar a sus adversarios se volvió en su contra).

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El nuevo españolismo va más allá del mito imperial. También es económico. Atañe a operaciones muy visibles para obtener o mantener riqueza y poder. De entrada, ha pretendido contrarrestar económicamente la aparición, con las autonomías, de estructuras políticas periféricas. El aparato de este Estado supuestamente liberal se ha entrometido en el mercado de las finanzas, ha transformado el poder bancario, ha bloqueado grandes operaciones que se escapaban del diseño central, ha decidido el resultado de las privatizaciones, ha promovido el centralismo de las firmas multinacionales, ha superado todos los límites en el intento de favorecer determinados grupos de comunicación y ha propugnado un mapa radial de infraestructuras en el que Madrid ejerce de único eje y en el que es imposible establecer con facilidad vínculos de otro tipo. El Estado de las autonomías ha descentralizado el país, pero ha olvidado su principal misión: facilitar el encuentro sentimental de las distintas culturas y pueblos de España. Mientras un poder económico de verdad crece a la sombra del Estado, los pequeños poderes periféricos parecen condenados a las rencillas de patio de colegio. Es imposible discutir sosegadamente. No existe el espacio institucional adecuado. Ni es posible discutir en serio de cuestiones económicas, puesto que no aparecen datos objetivos e indiscutidos sobre el esfuerzo fiscal o sobre las inversiones. Mientras un poder económico de verdad crece a la sombra del Estado, en el resto del tablero sólo hay espacio para la pugna gallinácea o el victimismo.

La distorsión populista del debate sobre la financiación de las autonomías ("catalanes insolidarios"), el mantenimiento de agravios comparativos como el de los peajes de las autopistas o la pretensión de reimponer contra viento y marea la idea de una España culturalmente homogénea han enrarecido el ambiente hasta tal punto que entre los núcleos más informados de Cataluña ha empezado a cuajar la idea de que no es posible (ni quizás conveniente) entenderse con España. El aznarismo, por su parte, ha conseguido enraizar en el corazón de muchos españoles la idea contraria, la que ya barruntaba en 1979, en sus años de Logroño, cuando alertaba contra "las tendencias gravemente disolventes agazapadas en el término nacionalidades". Entre el ciudadano que ya no quiere tragar más las recetas de España y el que está harto de ceder hay todavía, por fortuna, y tal como se ha demostrado en estas elecciones, una enorme franja de electores. Gracias a la inexistencia de mayorías parlamentarias excesivamente fuertes, puede hoy iniciarse un ciclo fundamentado en el diálogo, en el reconocimiento mutuo y en la búsqueda de la lealtad institucional. Pero también podemos avanzar en sentido contrario. La hegemonía ideológica está todavía en manos de los nacionalismos (incluido el aznarista). Si cada uno de ellos sigue tirando por su extremo, van a desgarrar la sábana.

La medicina clave es "lealtad". Fidelidad entre iguales, no entre subordinados. Es fundamental que los españoles que miran con mal ojo las demandas periféricas entiendan que desarrollar España en red, con varios polos o nódulos, no redunda en detrimento de nadie, sino en beneficio de todos. Sería fundamental que comprendieran que el progreso de Barcelona no tiene por qué ser malo para Madrid, y mucho menos para Santander, Valencia, Sevilla, Málaga, A Coruña o Bilbao. Hay que conseguir que el mapa económico de España se parezca al de Alemania, con diversos polos, ninguno de ellos determinante. La defensa, promoción y afecto hacia una cultura milenaria como la catalana no debería entenderse como una rémora para la lengua castellana (Barcelona quiere seguir siendo capital de la edición en esta lengua), sino un fomidable incentivo para la cultura española (y un precioso instrumento para estimular el sentido de pertenencia de los catalanes en la comunidad española). Intentar bombardear la unidad filológica del catalán ha servido, y mucho, para enconar el odio populista de un territorio hacia otro. No ha resuelto nada: ha servido para aumentar el repudio a España de los catalanes más apegados a su lengua y está mandando la variante valenciana al baúl de los recuerdos. Naturalmente, Cataluña tiene muchos deberes que hacer relacionados con la lealtad. Es posible amar a dos mujeres (o a dos hombres) a la vez y no estar loco, pero no es creíble aparentar que uno está jugando a la vez al federalismo y al hockey sobre patines. Si un día la democracia española adquiere la solera de Gran Bretaña, a lo mejor será posible separarnos para el deporte en selecciones distintas, porque entonces ya nada de fondo se pondrá en cuestión. Jugar a la independencia, por un lado, y pedir, paralelamente, valentía a Zapatero es como tirar dos cartas en la misma jugada. Es ser demasiado pillo. Lealtad. Ahora es urgente calmar las aguas enfangadas por el aznarismo. Promover el reencuentro y el reconocimiento, ahondar el diálogo, construir un mapa en red, favorecer el diálogo sobre temas candentes como el agua, remozar el Senado, discutir sobre economía o infraestructuras desde los datos y no desde el prejuicio. Hay mucha gente dispuesta a gritar "Visca Espanya!". Pero necesitan que los quieran (el demos también se cultiva con los sentimientos). Necesitan que el euro español, por ejemplo, hable en catalán, en gallego, en vasco. Necesitan que los que hablan en nombre de España no se comporten como la señorita Rottenmeier riñéndoles todo el día por ser como son. Que todos los españoles que todavía lo ignoran (que son muchísimos) entiendan de una vez que no hablamos en catalán para tocar las pelotas. Les estoy hablando de la vieja propuesta de la concordia. Del pactismo. Del reparto generoso, es decir, inteligente del poder. En los extremos hay gente que quiere desgarrar la sábana, es verdad, y sin embargo, ¿por qué no vamos, ustedes y nosotros, a intentar evitarlo, no dándoles con un canto en los dientes de sus argumentos, sino seduciendo, ampliando al ágora, abrazando?

Antoni Puigverd es escritor.

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