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Protegiendo el chiquiteo

Leyendo hace pocos días en este mismo diario la exposición de Carme Chacón de las ideas socialistas sobre política cultural, me venía a la cabeza una reflexión de Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX: la frecuencia con que, en nuestros tiempos, se han utilizado y se siguen utilizando malos argumentos para defender buenas causas. Es el caso concreto de la política cultural propugnada por el PSOE, con la que es difícil no coincidir en los objetivos y, sin embargo, es difícil de compartir en sus razones.

Comenzaba Carme Chacón con una afirmación paradigmática, un tanto demagógica: "La cultura no es una mercancía más, no puede equipararse en su tratamiento a las camisas de franela". Lo cual es obviamente cierto, aunque dudo que la autora capte realmente las consecuencias de la diferencia existente entre la gestión de los bienes culturales y la de las camisas. Las medidas que propone para mejorar su difusión, que son las de abaratar los precios de los productos culturales mediante la supresión del IVA para ellos, demuestran que no profundiza realmente en lo que separa el mercado de los libros y el de las camisas, y por ello piensa que abaratando los costes de compra del libro se conseguirá una mayor lectura. La misma receta que se utilizaría para conseguir incrementar la venta de camisas. Economicismo simplón.

Suponiendo que los libros se regalasen, ello no provocaría probablemente un aumento significativo del nivel de lectura

El problema de los productos culturales es de costes, ciertamente, pero entendidos éstos de manera integral: el coste de la lectura de un libro no se compone sólo del precio de su adquisición, sino sobre todo del de la inversión en tiempo, preparación y elaboración personales que requiere su lectura. Para leer libros hay que gastar tiempo y esfuerzo intelectual, inversión que muchas personas no están dispuestas a hacer, pues les resulta más gratificante y menos costoso dedicar su ocio a entretenimientos más inmediata y fácilmente accesibles. Suponiendo que los libros se regalasen (precio cero), ello no provocaría probablemente un aumento significativo del nivel de lectura, pues la raíz del pobre nivel actual no está en su precio, sino en el coste personal de su empleo, muy alto si se compara con el mínimo de los productos ofertados por los medios audiovisuales. Y para disminuir aquellos costes en el futuro sólo cabe actuar sobre la educación escolar del presente. Ordenadores en la escuela sí, pero también literatura.

La cita de los productos audiovisuales nos lleva al tema clave, el de la llamada excepción cultural, pues éste es el argumento socialista para defender una política proteccionista de nuestra industria en ese sector. Aquí es donde con los mejores propósitos (lograr una industria competitiva) se ofrecen las peores razones: hay que defender nuestra cultura española ("que tiene que ver con nuestra historia, con nuestras lenguas, con nuestros valores, con nuestros sueños de futuro") de la globalización procedente de EE UU que arrasa con la diversidad cultural. De hablar de la cultura en sentido ilustrado hemos pasado, en un deslizamiento no explicado, a la cultura en sentido antropológico, la que permitió decir a un concejal bilbaíno que el chiquiteo es una forma de cultura. Y llegados a este ámbito, la afirmación tajante es que nuestra manera de ser como españoles ha de ser defendida de la globalización uniformizadora.

A poco que lo elaboremos, percibiremos que este argumento asume acríticamente una serie de supuestos que, cuando menos, requerirían una más seria reflexión. Nada menos que los siguientes: que existe una forma de ser específica de los españoles, que el Estado puede identificarla y definirla, y que debe defenderla de las demás por el mero hecho de ser la nuestra. Asunciones que constituyen el paraíso soñado de un comunitarista a lo Mac Intyre o Taylor, no digamos de un nacionalista.

Obsérvese que la defensa de nuestra cultura no incorpora criterio ninguno de cualidad. No se la defiende por ser más valiosa, sino sencillamente por ser la nuestra. Los Serrano o Salsa Rosa son nuestras formas de cultura y, por ello, el Estado debe defenderlas ante sus equivalentes globalizadores tipo Dallas. Que todas ellas ostenten el mismo nivel de basura intelectual es indiferente: es nuestra basura. Resulta estremecedor que ningún político (por un sano instinto de supervivencia) se atreva actualmente a sugerir la aplicación de criterios cualitativos de selección de productos culturales (¿está usted hablando de censura?), y sin embargo sea aplaudido cuando defiende esa selección en base a criterios localistas o comunitaristas.

En lugar de extenderme en criticar el comunitarismo y/o nacionalismo latentes en la excepción cultural, les propongo unas cuantas reflexiones más demostrativas. ¿Se imaginan dónde estaríamos si se hubiera mantenido la política de Carlos IV de prohibir la entrada de libros extranjeros por nuestras fronteras? Sin duda seríamos deliciosamente auténticos como país, pero ¿seríamos cultos? ¿Se imaginan a un Estado imponiendo a sus ciudadanos cuotas de lectura, por ejemplo: de cada diez libros los españoles leerán al menos tres patrios? ¿Verdad que no? Pregúntense por qué una misma medida suena a totalitarismo aplicada a los libros y no cuando se refiere a las películas o series televisivas. Y, por cierto, ¿se imaginan a nuestros nacionalistas particulares haciendo uso y abuso de la excepción cultural ante la globalización procedente de Madrid?

¿Entonces es usted partidario de abandonar el sector audiovisual a las leyes del mercado puro y duro, a la libertad del más fuerte? Pues no, pero creo que el socialismo debería hacer uso de otras razones cuando defiende legítimamente el intervencionismo público en este sector, debería apelar a conceptos como los de interés y servicio público (proclamar sin pudor que crear las condiciones para obtener ciudadanos cultos es una tarea pública). Conceptos que, además, están arraigados en su propia tradición de pensamiento. Desde luego, mucho más que los de la filosofía del self utilizada como criterio universal de discriminación de valor.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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