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Columna
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Dónde empieza el mal

¿Cuándo y dónde empezaron a estar muertos los casi doscientos muertos del Once de Marzo? ¿Dónde empezó este miedo atroz que ha convertido Madrid, inevitablemente, en una ciudad militarizada, llena de policías, radares y perros adiestrados; que ha transformado las estaciones de metro y los autobuses rojos de la Empresa Municipal de Transportes en posibles patíbulos, las vías de los trenes, los museos, los cines o los restaurantes de moda, en eventuales trampas fatídicas?

¿Dónde y cuándo comenzaron algunas casas de Leganés o algunos negocios humildes del barrio de Lavapiés a ser las oscuras madrigueras de los asesinos? ¿Dónde empezó todo eso?

¿Empezó un par de estaciones antes de Atocha o de El Pozo, cuando los terroristas se subieron a los trenes y dejaron en los vagones sus mochilas cargadas de explosivos? ¿O tal vez empezó un poco antes?

¿Empezó en el piso de la calle de Carmen Martín Gaite, en Leganés, donde el jefe de la jauría, Serhane Ben Abdelmajid Farkhet, El Tunecino, y sus compinches solían reunirse para sumar su odio y preparar sus atrocidades; de donde salieron poco tiempo después de la matanza y otra vez cargados de dinamita, para poner una bomba en las vías del AVE y donde, al final, se inmolaron seis de los bandidos? ¿O empezó antes?

¿Empezó en la vivienda miserable del Camino de la Veredilla, en Chinchón, donde fueron preparadas las bombas y a la que, al parecer, los canallas volvieron, nueve días después del atentado, para celebrar una fiesta?

¿O empezó antes, en el locutorio telefónico que tenían Jamal Zougam y Mohamed Bekkali en la calle de Tribulete, donde se manipularon los teléfonos móviles que activarían las bombas?

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¿O empezó, incluso, un poco antes, en las primeras casas españolas de todos ellos, por ejemplo en las que tuvo Zougam en la calle del Amparo y en la calle de Sequillo, del barrio de Ascao, en las que se fueron radicalizando sus ideas hasta convertirlo en un perturbado, en un asesino en el nombre de Dios? ¿O fue antes; un poco antes, todavía?

¿Empezó todo en alguna mezquita envenenada por sus oradores e indigna de la religión con la que se enmascara o en alguno de esos púlpitos ilegales que ahora denuncia y pide que se erradiquen la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España? "Se acabó la tolerancia con los iluminados que lanzan sermones en los garajes", dice el presidente de la influyente ATIME, Mustafá el Mirabet. ¿Es ahí donde empezó todo? El propio Jamal Zougam solía ir a Tanger de vez en cuando, y frecuentaba la mezquita del barrio de Beni Makada, y allí conoció a Abu Mugheme, detenido por el atentado de Casablanca. Y el director de la mezquita del barrio madrileño de Estrecho, el sirio Ryad Ttari, que también preside la Unión de Comunidades Islámicas de España, ha sido acusado de recibir la financiación de extremistas saudíes y del grupo fundamentalista Hermanos Musulmanes. Mustafá el Mirabet advierte que muchas son sufragadas por dinero tal vez sangriento, y que los imames que predican en ellas son extremistas "adoctrinados y pagados en algunos países del Golfo", que hacen una lectura intransigente del islam y que, a menudo, "incitan a la violencia".

¿O empezaría todo mucho más lejos de Atocha, en los países de origen de los terroristas? Tal vez empezó en algunos de esos lugares oprimidos que se llaman Marruecos o Palestina, que son la mitad de la Tierra y que pertenecen a la parte más en sombra del mundo; en esas sociedades donde la escasez, el dolor y la miseria de la mayor parte de las personas es una prueba de la injusticia y la desigualdad que siguen vigentes en el siglo XXI.

Quizá ahí es donde empezó todo, porque allí es donde encontraron lo que necesitaban los miserables y los lunáticos que convierten sus religiones en ríos de sangre y a sus dioses en verdugos: en la pobreza de unos y el bienestar de otros, en la falta de equilibrio.

Tal vez es ahí donde deba buscarse una explicación para tanto odio, para tanta falta de humanidad. He dicho una explicación, no una justificación, porque eso sólo lo buscaría un desalmado. Que nadie se confunda.

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