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LECTURA

Ruanda: lluvia de sangre

A la orilla del lago, bajo el sol abrasador, habían hecho los ladrillos, grandes bloques marrones de barro, arcilla y paja. Habían trabajado dos semanas para terminar la tarea. Ahora transportaban los ladrillos, de uno en uno, desde el lago hasta el sitio en el que construían las casas, a lo largo de dos kilómetros de carretera llana y polvorienta. Eran muchos, centenares, y avanzaban en una fila larga, recta y silenciosa. Otra columna marchaba en paralelo en dirección contraria, de vuelta al lago para coger más ladrillos. En total, 2.000 personas, todas miembros de la tribu hutu de Ruanda, prisioneros que habían confesado su participación en las matanzas que -junto a tantas otras matanzas locales que se produjeron de forma simultánea en todo el país- constituyeron el genocidio de 1994, en el que un millón de tutsis murieron.

Estaban levantando casas para sus víctimas, para los tutsis supervivientes cuyos hogares habían destruido. Era un acto colectivo de expiación que resultaba más convincente porque junto a los pecadores hutus también trabajaban tutsis
Inyumba llevaba tres años utilizando el fútbol para curar, a escala local, las heridas del genocidio. Obtuvo la ayuda de los países ricos para adquirir balones, un artículo escaso en Ruanda
El Gobierno ruandés fue el primero en perdonar. No ordenaron más que la ejecución de unos 30 líderes genocidas y ahora han liberado a 40.000 de los 120.000 asesinos presos

En un claro al borde de la carretera, otras mil personas se dedicaban a la construcción propiamente dicha. Estaban levantando casas para sus víctimas, para los tutsis supervivientes cuyos hogares habían destruido. Era un acto colectivo de expiación, que resultaba aún más convincente porque, junto a los pecadores hutus, también trabajaban tutsis. Delante de nuestros ojos se iba alzando un pueblo entero. Algunas viviendas ya estaban terminadas. Cañerías, electricidad, ventanas, suelos o pintura, que se consideran esenciales en los países ricos, eran aquí lujos innecesarios. Era media mañana, y al acabar el día, veinte casas estarían construidas y habitables.

Pero antes, los trabajadores hicieron una pausa y participaron en una ceremonia para conmemorar los acontecimientos del día. Se oyeron un par de discursos, uno del gobernador de la provincia y otro de un general del ejército, y luego, uno de los asesinos se levantó a recitar un poema suyo. El título era Dolor y miseria. "Ruandeses", empezaba, "el dolor y la miseria nos rodean, / la oscuridad ha caído sobre nosotros, estamos empapados en lluvia de sangre".

Palabras fuertes en cualquier circunstancia. Pero, procedentes de un hutu que había intervenido en el genocidio, ante un público formado en gran parte por tutsis, su impacto era sobrecogedor. Con el machete en la mano, miles de hutus -él incluido- habían despedazado a miles de vecinos suyos, todos tutsis. Este hombre había causado un dolor y una miseria indescriptibles, había asesinado, sobre todo, en la oscuridad, y sus ropas habían acabado tan empapadas como si hubiera llovido sangre desde el cielo. Todos los que le oían recordaban con detalle los horrores de los que hablaba. Y también comprendían que su propósito, al levantarse ante ellos, era hablar en nombre de todos los hutus de la comunidad. El primer objetivo del poema era reconocer aquellos crímenes espantosos. El siguiente era pedir perdón.

"Hermanos ruandeses, aceptad nuestro arrepentimiento, os hicimos daño, pero, por favor, aceptadnos y perdonadnos".

"Entonces no sabíamos lo que hacíamos, teníamos corazones de animales. Ahora somos distintos, hemos cambiado".

"Ahora, nuestros corazones son humanos".

Pero el poema pretendía más. Además de que aceptaran la sinceridad de su arrepentimiento, pedía a sus víctimas que le mostraran generosidad. Ya sabía que su oración había sido escuchada. El Gobierno les había concedido a él y a los otros 2.000 presos hutus la amnistía, un acto aún más generoso si se tiene en cuenta que es en esa región de Ruanda donde las matanzas y la destrucción fueron más despiadadas.

Un lugar llamado Gashora

El lugar se llama Gashora, a dos horas de coche de la capital, Kigali, por una carretera llena de baches. Ruanda, en el corazón geográfico de África, está llena de colinas y es verde y fértil en su mayor parte. Pero esta región es una sabana seca. Aquí es donde viven los más pobres. La matanza que se inició hace diez años tuvo una dimensión y una intensidad tan atroces e inimaginables -murieron a machetazos tres veces más de los que murieron en el World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre, cada día, durante cien días-, que parece una perversidad afirmar que una región sufrió más que otra. Pero los ruandeses lo hacen. Gashora fue la peor zona, un dato que confirma una de las mujeres que colocan ladrillos. Y sabe de qué habla. Se llama Aloisea Inyumba y es gobernadora de la provincia de Kigali. Antigua rebelde perteneciente al Frente Patriótico de Ruanda (FPR), fue una de los que encabezaron la ofensiva que terminó con el genocidio en julio de 1994 y se apoderó del país, cuyo Gobierno está en manos del FPR desde entonces. Su cargo anterior, a primera vista el más imposible del mundo, fue el de responsable de la reconciliación nacional. La reconciliación ha seguido siendo su prioridad durante los dos años que lleva al frente de la provincia más grande, más poblada y pobre de un país que depende de la ayuda exterior para sobrevivir.

"Ésta es la zona del país en la que murió asesinada más gente, en la que murieron más niños y fueron destruidos más hogares", dice. Es también la zona en la que más gente fue a la cárcel. Dos mil están a punto de salir, gracias a la amnistía que les ha concedido el Gobierno después de que hayan hecho lo mismo que el poeta, reconocer sus crímenes y pedir perdón. Son los 2.000 que hacen ladrillos, que llevan un mes viviendo en tiendas mientras se preparan para su reinserción en Gashora, donde volverán a vivir junto a tutsis, los supervivientes del genocidio a cuyos familiares descuartizaron miembro a miembro.

"Es una especie de ceremonia de reconciliación, pero una ceremonia práctica, que ayuda a curar la mente pero, al mismo tiempo, beneficia de forma visible a la gente", explica Inyumba. "Estos prisioneros amnistiados han aceptado construir nuevos hogares para los supervivientes cuyas casas destruyeron durante el genocidio. Los presos hacen los ladrillos, pero, como ve, a todo el mundo ayuda. Ayuda a los prisioneros, porque les da la sensación de estar expiando sus crímenes. Ayuda a la gente que recibe las casas, por supuesto. Y, sobre todo, crea un lazo que contribuirá a que la comunidad pueda vivir en armonía en el futuro".

La labor de Inyumba

Inyumba, una mujer menuda y dulce, de treinta y tantos años, coloca ladrillos mientras habla. Sus compañeros de trabajo son principalmente hutus. Se siente a gusto con ellos, y ellos con ella. La miran, los asesinos, con admiración y algo parecido al afecto. Antes era su enemiga. No sólo por ser tutsi, sino por ser además una dirigente del FPR. El régimen hutu que organizó las matanzas convenció a la gente de que los miembros del FPR tenían cuernos y rabo, y, dado que todo tutsi era un rebelde en potencia, la única posibilidad de impedir que los señores del infierno se apoderasen de Ruanda era exterminar a los tutsis.

El hombre que trabaja junto a Inyumba se llama Vincent. Ha pasado nueve años en la cárcel. Colaboró en los asesinatos de más personas de las que puede recordar -padres, madres, hermanos y hermanas de la gente para la que ahora construye casas-. ¿Se siente amenazado ahora que vuelve a estar en compañía de esas personas a las que tanto daño hizo? "En absoluto. Saben lo que hice, pero me han perdonado. Por eso podemos trabajar juntos aquí; por eso jugamos al fútbol unos contra otros, y nos lo pasamos bien". ¿Al fútbol? "Sí, los prisioneros contra los que fueron nuestras víctimas. El fútbol nos une, independientemente de quién gane".

Usar el fútbol como instrumento de reconciliación entre hutus y tutsis es una idea que tuvo Inyumba hace tres años. Ruanda es un país fundamentalmente católico, pero la religión dominante es el fútbol. En los pueblos pobres, la única diversión posible -para hombres, mujeres y niños- es jugar al fútbol. En las ciudades tienen ligas propias, y entonces el fútbol se convierte en un deporte de espectadores. En Kigali y los otros dos o tres lugares a los que llega la televisión por satélite, siguen a los equipos europeos; muchos saben tanto y tienen tanto interés por el Real Madrid como los lectores más devotos del Marca o el As.

Quizá el símbolo más elocuente del milagro de la reconciliación que se está viendo a escasos diez años desde el genocidio es la selección nacional de Ruanda, en la que juegan juntos hutus y tutsis, y a la que apoyan hutus y tutsis con el mismo fervor. El principal goleador en la selección es un joven jugador a cuyos padres mataron en el genocidio, que vio con sus propios ojos cómo despedazaban y mataban a su hermano. El capitán es un hutu cuyos dos hermanos mayores son criminales de guerra en búsqueda y captura. Cuando Ruanda se clasificó el año pasado para la fase final de la Copa Africana de Naciones, una hazaña que nunca antes había logrado, todo el país enloqueció de alegría. El partido crucial se jugó en Uganda, contra la selección local. Ruanda ganó 1-0, y cuando el equipo regresó a Kigali, a las dos de la madrugada, el presidente Paul Kagame, la primera dama, la mitad del Gobierno y lo que parecía la mitad de los ocho millones de habitantes del país estaban en el aeropuerto para recibir a los jugadores. Recorrieron en coche los casi dos kilómetros hasta el estadio nacional, que estaba hasta arriba, con todas las luces encendidas. Kagame, fanático aficionado al fútbol, pronunció un discurso con el que prácticamente garantizó, allí mismo, la victoria en las elecciones que iban a celebrarse al mes siguiente, las primeras desde que llegó al poder por las armas, en 1994. (Así fue: Kagame, que es tutsi, obtuvo más del 90% de los votos).

Por aquel entonces, Inyumba llevaba tres años utilizando el fútbol para curar, a escala local, las heridas del genocidio. Obtuvo la ayuda de las embajadas de los países ricos para adquirir balones, un artículo escaso y valioso en Ruanda, y organizó equipos y ligas locales. "Se trataba de encauzar el entusiasmo de la gente hacia objetivos sociales positivos", explica. "Y funcionó, tal vez más que ninguna otra cosa de las que hicimos mientras estuve al frente de la oficina de reconciliación nacional".

En ningún sitio de forma tan espectacular como en Gashora. El partido entre los asesinos y las víctimas, los hutus y los tutsis, que Vincent -el hutu que colocaba ladrillos- consideraba la oportunidad de revancha para su equipo, se celebra cuatro días después de terminar las casas.

El partido de fútbol

El escenario es un terreno llano, a medio kilómetro sobre el lago en el que los 2.000 presos que esperan la amnistía viven desde hace un mes. El campo está lleno de estiércol, pero, por lo demás, las señalizaciones corresponden, en general, a las normas de la FIFA. Las porterías tienen casi el tamaño reglamentario: los postes de madera están a la distancia correcta, pero los largueros son unos troncos de árbol combados.

El equipo de los prisioneros hutu es el primero en salir a calentar. Trotan en fila india, dan una vuelta corriendo al campo y se acercan al círculo central para hacer estiramientos. Todo muy profesional, excepto que la mayoría van descalzos. El equipo tutsi, denominado los Supervivientes, tiene un aspecto menos disciplinado, más brasileño. Bailan en lugar de correr.

A diez minutos del saque, con los dos equipos en el campo y unos 2.000 espectadores tutsis alrededor, sólo falta una cosa: los espectadores hutus. De pronto, a cierta distancia en dirección al lago, se ve avanzar a una larga falange de gente que se aproxima hacia el terreno entre los arbustos. Son los presos hutus, que vienen de su campamento para ver el partido. Podría haber sido un momento de alarma entre los espectadores ya presentes, pero no. Nada. Ni la más mínima ansiedad entre la multitud reunida en torno al campo, formada en su mayoría por parientes de los muertos del genocidio.

De la muchedumbre surge un hombre con un megáfono que grita con entusiasmo y anima la celebración. Los espectadores son ya 4.000 o más, divididos por igual entre hutus y tutsis: los mismos que participaron en la construcción de casas esta misma semana. Es uno de los mayores acontecimientos que hay para una comunidad rural terriblemente pobre como ésta, en la que la diversión es mínima y ocurren muy pocas cosas que se salgan de lo corriente. Sólo estos partidos de fútbol que organizan Inyumba y su gente.

El árbitro, al que se distingue de los jugadores porque lleva pantalón largo, toca el silbato, y comienza el juego. El campo está totalmente rodeado de gente, una muchedumbre de tres en fondo. Se podría haber pensado que el partido -el fútbol es en muchas partes del mundo la guerra por otros medios- despertaría los odios latentes de los jugadores. Pero nada de eso. Cada vez que se señala una falta, el culpable inclina la cabeza y pide perdón. Domina el buen humor. Se oyen muchas risas, como si estuvieran en el circo. Nada de odio, ninguna tensión, ni dentro ni fuera del terreno de juego. Toda la comunidad está aquí. La seguridad consiste en tres soldados desarmados. Y un policía joven con una pistola al cinto.

Hay que hacer un esfuerzo para recordar que esto es como si los exterminadores de las SS hubieran jugado al fútbol, en 1950, contra los supervivientes de Auschwitz, mientras otros miembros de las SS y familiares de los muertos les contemplaban desde las gradas. Otra idea que viene a la cabeza, menos dramática pero casi igual de sorprendente, es que nos encontramos en uno de los rincones más remotos y pobres de la tierra, y todos y cada uno de los 4.000 y pico espectadores presentes están tan familiarizados como el abonado del Camp Nou o de Old Trafford.

Los Supervivientes son mejores en defensa; los Prisioneros, en ataque. El mejor jugador sobre el terreno es un tutsi menudo, un joven cuyos padres murieron en el genocidio. Marca el único gol del partido.

¿Se palpa algún pequeño atisbo de violencia? En el terreno, sí. El árbitro saca tres tarjetas amarillas. Dos a los Supervivientes y una a los Prisioneros. Después del partido, después de que los miembros de los dos equipos se den la mano, el prisionero que ha recibido la tarjeta amarilla, un hombre grandón llamado Jean-Marie, responde así a la pregunta de si el resultado ha sido justo:

"No importa. Tiene que haber uno que gane y otro que pierda, lo importante es que juguemos. Cuando estábamos en la cárcel, muchas veces, pensábamos que el fútbol era una cosa que podía unirnos, así que, sobre todo, me alegra tener esta oportunidad de estar juntos y de que nos acepten estas personas pese a que matamos a sus familiares".

¿Se siente intimidado por la presencia de tantas de esas personas a cuyos familiares ayudó a matar? "No, la gente nos ha perdonado por las cosas tan terribles que hicimos y nos ha aceptado de corazón y con hospitalidad", dice Jean-Marie. Lo importante, añade, es que la gente entienda que fueron manipulados por el Gobierno que organizó el genocidio, hace 10 años. "El Gobierno nos obligó a matar a la gente, y la comunidad lo ha entendido. El Gobierno actual quiere la unidad nacional y la reconciliación, y estamos contentos de seguir sus órdenes".

El nombre del goleador de los Supervivientes es Eugene Ntalarutimana. Él también prefiere hablar de la importancia política del partido, más que del partido en sí. "Un empate quizá habría sido más justo, pero lo principal es que hemos podido participar todos. El fútbol y otras actividades colectivas como la construcción de casas son nuestros intentos de volver a vivir juntos en paz". ¿No siente odio? "No les odiamos. Han venido en un momento en el que les necesitamos para reconstruir nuestra comunidad. Es hora de que olvidemos lo que ocurrió".

¿Todo esto es real? ¿De verdad han perdonado a los asesinos? ¿Han expiado los asesinos sus crímenes? "Ya ha oído el poema del prisionero", dice Inyumba en respuesta a estas mismas preguntas. "A mí me parece muy auténtico, muy sincero. Y ha visto a esas personas -los hutus- que trabajaban conmigo, que soy una dirigente en la provincia; que me decían: 'Me alegro de que esté hoy con nosotros'. Por otro lado, mi familia también sufrió en el genocidio, y puedo decir que la gente está verdaderamente tendiendo la mano a los que hicieron esas cosas tan terribles. Nuestra actitud, como Gobierno, es que no debemos permanecer anclados en el pasado. Sólo sirve para envenenar las cosas".

Saber perdonar

No todos los Gobiernos son tan sabios, sobre todo en unas circunstancias tan traumáticas, en las que el impulso natural es el de la venganza. El Gobierno ruandés fue el primero en perdonar. No ordenaron más que la ejecución de unos treinta líderes genocidas en los meses inmediatamente posteriores a su toma de poder, y ahora han puesto en libertad ya a más de 40.000 de los 120.000 supuestos asesinos que estaban en prisión. "Creo que lo que hemos visto aquí, en Ruanda, es único en la historia", dice Inyumba. "No sé si algún otro Gobierno se ha esforzado por detener el ciclo de venganza y empezar de cero cuando ha pasado tan poco tiempo desde que ocurrieron hechos tan terribles. Y no es sólo el Gobierno. Mucha gente, gente corriente, ha trabajado con nosotros para lograr la reconciliación, le ha dedicado largas horas, con una paciencia y una dedicación infinitas. Su sacrificio no se conoce más que en cada comunidad local, pero en mi opinión son héroes. Héroes comparables a cualquier otro, en cualquier sitio".

¿Cómo es posible que el Gobierno -en su mayor parte, formado por jóvenes guerrilleros cuando llegó al poder, en 1994- decidiera optar por la reconciliación cuando acababa de ver asesinadas a sus familias? "En su momento tuvimos muchas discusiones sobre el tema. Pero nos pareció que no teníamos alternativa. Si no, habríamos entrado en un ciclo continuo de venganza, la gente seguiría matándose hasta la eternidad".

Las palabras del poeta de Gashora, el asesino hutu que ahora comparte la visión de Inyumba sobre un mundo más sano, sirven también para recordarnos una verdad profundamente consoladora: que la clemencia y la reconciliación están por lo menos tan arraigadas en la psique humana como el impulso ancestral de matar.

El poeta tiene razón. El mundo debería contemplar Ruanda con admiración. La gente debería mirar con asombro.

Refugiados tutsis camino de un campo organizado por la ONU, en noviembre de 1996.
Refugiados tutsis camino de un campo organizado por la ONU, en noviembre de 1996.AP

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