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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 31ª jornada de Liga
Columna
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Morriña

Confieso que ahora mismo no sé muy bien si sucedió algún día, pero tengo en lo profundo de la memoria, justo el lugar donde se alojan los asuntos del corazón, la vaga imagen de un Celta de color celeste cuyo juego interminable fluía como un río de queimada. No me atrevo a jurarlo, pero creo recordar que era un Celtiña exquisito cuyos muchachos, bajo la inspiración de Víctor Fernández, componían la música de las ruecas y las destilerías; quizá la melodía más grata y elaborada de la Liga de entonces.

Sus jugadores, blancos, negros y mulatos, se agrupaban en un chocante mosaico de fisonomías. Eran gentes reclutadas en los suburbios del mercado; seres de origen aleatorio que habían hecho del fútbol una patria y de Vigo un pretexto para convivir. Movido por el aire de Claude Makelele, animado por la chispa de Valery Karpin y oportunamente refrescado por el hielo ruso de Alexander Mostovoi, aquel equipo bordaba sobre el campo decenas de dibujos diferentes. Por encima de su violento colorido, era, si nos atenemos a su compás, un equipo genuinamente céltico: gallego hasta la médula.

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Cuando los grandes del campeonato sufrían algún desmayo pasajero en los torneos internacionales, siempre nos quedaba Balaídos. Maldecíamos tres o cuatro veces, nos curábamos las heridas y nos decíamos: "Por ahí fuera no lo saben, pero Vigo se ha convertido en una reserva de calidad comparable a Liverpool, Boca o Río".

Ni sé si aquel Celta fue algo más que una ensoñación de recurso, ni sabe nadie qué mala meiga lo miró o qué mal fario lo pilló desprevenido. El caso es que, de repente, tuvo un ataque de amnesia. Olvidó la partitura, perdió el paso y empezó a vacilar como un peregrino agotado. Es cierto que se deshizo de algunos de sus valores, que se fueron Víctor, Karpin y Makelele, pero a cambio llegaron Lotina, Luccin, Milosevic y Jesuli, así que las ausencias no alcanzan a justificar el colapso. Además, en algún momento, Luccin, Giovanella y Vagner parecieron dotarlo de una solidez definitiva: Luccin era la máquina cortacésped; Giovanella, la transfusión de sangre brasileña, y Vagner, un bloque de hormigón sobre dos piernas.

Y, por si fuera poco, allí estaba Jesuli. Procedente de Sevilla, apuntaba todos los rasgos del enviado de los dioses: un flequillo inquieto, un cuello de lagartija y, por supuesto, las canillas de alambre que distinguen a los discípulos más brillantes de Rafa Gordillo. Sin embargo, tuvo una aparición fugaz: llegó, marcó algún gol inolvidable y luego desapareció, como su equipo, en el pozo de la Liga.

No podemos explicar semejante metamorfosis de mariposa en gusano. Da igual: a despecho de este Celta corto, en los días de aire limpio miraremos hacia arriba y recordaremos sin esfuerzo aquel irrepetible Celta largo.

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