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Columna
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Balcánicas

Cuando Ricard Pérez Casado estaba destinado en Mostar al frente de la misión de paz, entre los miembros de la delegación española circulaba una frase que reflejaba con ironía la ingente tarea que les esperaba para hacer vivible una ciudad desmembrada en la que se había combatido casa por casa. "Tranquilos, tenemos un problema para cada solución", se decía. Y lo peor es que era verdad.

Los Balcanes han sido desde hace mucho tiempo un territorio en el que la violencia civil se ha cebado de una manera tan cruda e insistente que su atmósfera ha quedado profundamente alterada. Recuerdo que en la primavera de 1999 mientras recorría la carretera de Trieste a Montenegro, salpicada de granjas quemadas, no podía dejar de pensar en aquellos mismos parajes invadidos en el pasado por los ejércitos de Bizancio, sometidos después a la dominación veneciana, más tarde saqueados por los piratas sarracenos, recorridos durante siglos por soldados y funcionarios de los imperios austrohúngaro y turco en abierta confrontación, atravesados siempre por gente que huía, pueblos enteros, fugitivos de uno y otro bando que veían cerrarse los postigos a su paso en medio de una escenografía descabellada de cosechas ardiendo, viviendas arrasadas y trincheras llenas de muertos en la I Guerra Mundial, y en la II, y más recientemente durante la guerra entre Serbia y Croacia. Churchill tenía razón cuando afirmaba que "los Balcanes han producido más historia de la que pueden digerir".

En 1999 la OTAN intervino en Kosovo con el propósito de defender a la minoría albanesa contra la limpieza étnica llevada a cabo por el régimen de Milosevic. Los albaneses de Kosovo estaban siendo sometidos por sus vecinos serbios a todo tipo de vejaciones, sus casas y sus tierras acabaron convertidas en ceniza. Ante esa situación de desamparo la población reclamó la intervención de la comunidad internacional en nombre de la salvaguarda de los derechos humanos. Y su petición fue atendida.

Kosovo pasó a ser una especie de protectorado. Sin embargo la presencia Internacional no consiguió dar a la región un estatuto legal que garantizase su estabilidad, sino que por el contrario ha tenido que tolerar bajo mano la persistencia del Kanum, un código de la época otomana que fundamenta el honor en la venganza de sangre. Cinco años después, son los albanokosovares deseosos de consolidar un estado, los que se han convertido en verdugos de los serbios. La muerte de tres niños ahogados el pasado 17 de marzo en Mitrovica, sirvió de espoleta para otro estallido de limpieza étnica que ya ha causado más de 30 muertos. Por otra parte en algunas ciudades serbias se ha comenzado a incendiar mezquitas como revancha.

No voy a hablar aquí de los derechos nacionales ni de la ferocidad que a menudo desencadena la gestación de un estado. La reflexión que quiero hacer se refiere al puro ámbito de la condición humana. ¿Cómo es posible entender que alguien que ha padecido el horror en su propia carne, pueda ejercerlo con la misma crueldad sobre otros? ¿Cómo puede ser que los judíos que conocieron la monstruosidad de Auschwitz estén ahora, en nombre del estado de Israel, convirtiendo en campos de exterminio las calles de Gaza y Cisjordania?

La Historia no sirve de nada si no es para conjurar esa terrible y negrísima sima moral a través de la cual una víctima llega a convertirse en el más temible de los verdugos.

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