Una tragedia contemporánea
Uno. ¿Quién dice que ya no se pueden escribir tragedias? No hablo de "desgracias injustificadas". No hablo de identificaciones inmediatas con colectivos maltratados, etcétera. Hablo de sueños oscuros, irracionales. Desafíos a los dioses, pasiones condenadas, rupturas del orden, zambullidas en el abismo. Edward Albee lo ha hecho. A los 74 años ha escrito una tragedia que se diría concebida por el joven Brecht de Baal. O más difícil todavía: a caballo -un galope loco, furioso- de Noël Coward y Sófocles. Hablo de La cabra (The Goat or Who Is Sylvia). En Broadway la estrenaron Bill Pullman y Mercedes Ruehl. José María Pou la vio allí, y me habló de ella. Se partió de risa y acabó llorando a lágrima viva. Y a todos los que estaban a su alrededor les pasó igual. Pensó: "¿Será una alucinación colectiva? ¿Será el jet lag? ¿Me habré vuelto tonto?". Volvió al teatro a la noche siguiente. Volvió a reír y a quedarse hecho polvo al final. Aquella misma noche llamó a su agente y le dijo: "Compra los derechos".
A propósito de la obra La cabra, de Edward Albee, en el teatro Almeida, de Londres
Yo la he visto en el Almeida, dirigida por Anthony Page, que es a Albee lo que Peter Hall a Pinter. Los protagonistas son Jonathan Pryce y Kate Fahy. Gran éxito. Tanto que el próximo día 15 pasa al West End, al Apollo de Shaftesbury Avenue. En cartel hasta el 7 de agosto. De momento, Jonathan Pryce está inmenso: un cóctel (agitado, no removido) de vulnerabilidad y determinación extremas. Borracho de ese alcohol radical: sabe que va a perderlo todo y no puede evitar sucumbir a su pasión. Se mueve en escena como un gran insecto sonámbulo atrapado en la tela de una pesadilla. Y cuando rompe la tela, a manotazos, y pasa al otro lado, descubre que no hay "otro lado", que todo es centro ardiente. Matthew Marsh (Ross, el amigo) y Eddie Redmayne (Billy, el hijo) están perfectos. Kate Fahy, ay, está "demasiado inglesa". Inglesa de cliché. Falta fiereza y peligro. Falta el grito temblando tras el collar, y ojos como tizones. Anoté: Adriana Ozores -la respuesta madrileña a Mercedes Ruehl- estaría sensacional en ese papel.
La cabra es una tragedia pura, fulminante, sobre la transgresión de los límites y la emergencia de lo primitivo. Una tragedia llena de humor que nadie puede tomarse a broma. Tenemos a una familia americana, rica y feliz. Viven en Park Avenue. Martin es un arquitecto en la cima. Acaba de ganar el Premio Pritzker, le llueven los encargos. Ha cumplido cincuenta años y lleva veinte casado con Stevie, una mujer inteligente y atractiva. Se quieren. Ríen juntos, desde primera hora de la mañana, con un humor brillante y cómplice: puro Coward. Tienen un hijo gay, Billy; aceptado, comprendido, respetado. En su casa todo es tolerancia liberal, buen gusto, éxito. Cuando empieza la obra esperan la llegada de Ross, un amigo de la universidad: va a entrevistar a Martin para el programa Gente que importa. Pero Martin parece estar con la cabeza en otro lugar, en otro territorio. El diálogo serpentea entre la comicidad irresistible y la inquietud subterránea. Pero Martin sabe muy bien lo que pasa. Un ruido interrumpe la grabación. Ross: "Un zumbido, un ruido como de alas o algo así". Martin: "Probablemente sean las Euménides". Ross: "O el lavaplatos. No, ahora ha parado". Martin: "Entonces no serían las Euménides. Ellas no paran nunca".
La entrevista se va al diantre. Ross le tira de la lengua y Martin confiesa. Sí, está enamorado. Locamente enamorado de Sylvia. Sólo quiere estar con ella, en su casa de campo. Mirar sus ojos, acariciar su pelo, hacer el amor. ¿Quién es Sylvia? Le enseña una foto. Sylvia es una cabra. Ross pasa por todas las etapas previsibles: carcajada, incredulidad, escándalo. Sylvia es una cabra y Ross es un cabrón, secretamente envidioso de la buena fortuna de su amigo. Ha llegado el momento de vengarse haciendo el bien. Escribe una carta a Stevie: "Por la gran amistad que nos une...". Toda esa mierda.
Dos. En el segundo acto, Stevie desearía no haber recibido nunca esa carta, pero ya no hay marcha atrás. Ella y su hijo intentan racionalizar. Es una familia "muy articulada", como dicen los americanos. El lenguaje de Stevie alterna las frases perfectamente construidas -"Las mujeres afligidas a menudo mezclan sus metáforas"- y la destrucción en la punta de sus dedos, estrellando contra el suelo todos los bibeletos artísticos, carísimos y perfectos, que encuentra en su camino. Entre estallidos, Martin intenta decirle que su encuentro con Sylvia fue una epifanía, un momento de éxtasis infinito. No puedo resumir su explicación. Él tampoco puede explicarse. Sylvia es mucho más que un animal: "Un alma pura". Peor, peor, peor. ¿Cómo se te ocurre, Martin? "No podía imaginarme que me odiaras tanto", dice Stevie. Y añade, antes del portazo: "Me has destruido, amor de mi vida. Ahora te hundirás conmigo". Una frase clave. Capital. Reténganla.
Hay un entendimiento con Billy, el hijo. Los dos hombres solos, entre las ruinas del comedor. Una forma de reconciliación, un suave y hermoso deslizamiento hacia el territorio sin barreras, que Ross, el amigo traidor, encarnación del "espectador medio", es incapaz de asumir. Pero con Stevie no puede haber deslizamientos, porque el vínculo es demasiado intenso. Y cuando Stevie vuelve... Lo que más me desgarra y más admiro de La cabra es su final. Que, por supuesto, no contaré. ¿No era Aristóteles quien decía que el final de una tragedia ha de ser sorprendente pero inevitable? Martin y Stevie acabarán igualados. Instalados, por así decirlo, en el mismo estrato primitivo. Edipo obtiene una revelación salvaje, y Martin lo que quizá andaba buscando: arrastrar a Stevie a ese estrato aullante como una forma de empatía profunda. Y ella responde a la llamada como sólo una mujer enamorada puede hacerlo. Hay un entendimiento absoluto en esa pareja, si bien se mira. Si no se suicidan juntos tras la caída del telón quizá puedan instalarse en ese territorio y hacer crecer algunas plantas en el desierto. Cosas más raras se han visto. A Pasolini le hubiera encantado La cabra.
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