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¿Qué pasa en la ciencia francesa?

Pere Puigdomènech

Por desgracia no es una novedad que los investigadores se quejen de sus presupuestos. Hemos visto manifestaciones con bata blanca y hasta un Full Monty de becarios. Pero que en un país, incluso tan amante de las revoluciones como Francia, más de mil directores de laboratorio (los intocables mandarines) presenten la dimisión de sus funciones administrativas, paralizando su funcionamiento, es la primera vez que ocurre. El conflicto entre los investigadores públicos y el Gobierno francés ha llegado a un nivel de confrontación al que no se había llegado en muchos lugares. Desde España lo vemos con cierta perplejidad. Hay razones para preguntarse qué pasa en la ciencia francesa.

El sistema francés de ciencia ha sido durante muchos años la admiración de muchos científicos, sobre todo para los que atravesábamos los Pirineos desde nuestro marginal sistema de investigación. El CNRS, la principal institución francesa de investigación, fue fundado en 1939 (pocas semanas después de publicarse la ley fundacional del CSIC) como consecuencia de los primeros esfuerzos por crear un sistema público de ciencia debidos a la acción de científicos de prestigio como Jean Perrin (premio Nobel de Física de 1926) que se iniciaron durante el Frente Popular de Leon Blum. Pasada la Guerra Mundial, el CNRS se refunda en 1946 junto al INRA y al CEA (dedicados a la investigación agraria y nuclear, respectivamente), pero su sistema de funcionamiento se establece sobre todo en 1960 tras un gran proceso de reflexión iniciado durante el Gobierno de Pierre Mendès-France. Eran los tiempos del general De Gaulle en los que se fija la estructura existente en la actualidad con su complejo sistema de comités y evoluciones continuadas. Se crean instituciones de investigación médica (INSERM) o del espacio (CNES), entre otras, que más tarde serían completadas por la investigación marina (IFREMER), informática (INRIA) o de ayuda al desarrollo (IRD y CIRAD). Es posible que sin las decisiones tomadas en aquel momento no se pudieran entender ni Ariane, ni Airbus, ni la disuasión nuclear francesa o el éxito de la agricultura o la medicina de ese país.

Pero hoy, desde luego, los tiempos son otros y esto lo saben los investigadores y el Gobierno francés. Quizá un signo de los tiempos lo dio el primer Gobierno de François Mitterrand cuando en 1983 convirtió en funcionarios a los científicos del CNRS, hasta aquel momento contratados. La burocratización del sistema comenzó a gravitar cada vez más fuertemente sobre el sistema a pesar de que se intenta resolverlo descentralizando la gestión administrativa, pero todo ello resulta insuficiente. Claude Allègre, ministro de Educación del Gobierno de Jospin, intentó una reforma del sistema, pero se enfrentó con todos los sindicatos al mismo tiempo sin ofrecer una alternativa clara, y desde entonces la situación se ha continuado deteriorando. Podemos encontrar un análisis de las causas del conflicto actual en un lugar tan poco proclive a los extremismos como es el informe del 2003 de la Cour de Comptes (equivalente a nuestro Tribunal de Cuentas), que en su capítulo sobre la investigación identifica tres causas del problema: una inestabilidad crónica de la dirección política de la investigación, que ha sido dirigida por distintos ministerios y con titulares que han tenido una duración media de dos años; la falta de una política de renovación del personal científico (con una media de 47 años y del que se jubilará un 50% entre 2005 y 2012), y una falta de eficacia de los fondos públicos, de la que culpa a la inestabilidad de los objetivos, a la centralización de la gestión y a la ausencia de evaluación de sus resultados.

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Lo cierto es que todo el mundo está de acuerdo en que el sistema francés necesita una reforma, pero puede parecer extraño que el Gobierno la comience congelando los concursos de entrada de científicos jóvenes o disminuyendo los fondos de los laboratorios en un 30%. La respuesta de los investigadores ha sido masiva. En la buena tradición francesa se produce una revolución en las calles al tiempo que se abre una reflexión entre todas las partes con la mediación de la Academia de Ciencias. Hay que desear que pasadas las recientes elecciones la reflexión que se ha establecido sirva para encontrar una vía de solución al problema y que la ciencia francesa vuelva a ser un motor para la investigación europea, como siempre lo ha sido. Pero hay que preguntarse en qué medida la situación en Francia es extrapolable a España. Hay, sin duda, puntos de semejanza y grandes diferencias. Ambos sistemas se han caracterizado por la existencia de grandes instituciones del Estado dedicadas a la investigación científica como el CSIC y el CNRS, en las que tras su fundación eran los únicos lugares donde se podía investigar. Sin embargo, ya desde los últimos ministerios de la UCD, en España los organismos públicos de investigación, con la excepción extraña del INIA, perdieron su función de financiadores de la investigación, quedando solamente en instituciones de ejecución de la investigación. En Francia, las universidades deben buscar en los organismos como el CNRS o el INSERM la formación de unidades mixtas, mientras que los investigadores del CSIC, como los de las universidades, compiten por los fondos públicos en condiciones de igualdad. También el tamaño las diferencia, en el CNRS (sin hablar de los otros organismos públicos de investigación) estamos hablando de 26.000 personas repartidas en más de 1.200 unidades y un presupuesto de 2.200 millones de euros, mientras que en el CSIC son 6.000 personas en 120 institutos y un presupuesto que no llega a los 300 millones de euros más otros 300 de fondos competitivos. Si sumamos el personal de las demás instituciones francesas de investigación pública su número rebasa las 40.000 personas.

Sin embargo, el diagnóstico de las tres causas evocadas por la Cour des Comptes sobre el mal funcionamiento del sistema es muy similar en los dos países. Nuestro sistema, que sigue funcionando en base a la Ley de la Ciencia del 1985, ha tenido, al menos desde 1990, una inestabilidad política pronunciada que se ha acentuado en los últimos años. Los responsables de la política científica han ido cambiando de titular a un ritmo vertiginoso superior incluso a los dos años de media francesa. La desgraciada experiencia del Ministerio de Ciencia y Tecnología es una de las etapas finales. El reciente Pacto de Estado para la Ciencia, propuesto por un grupo de investigadores, respondía a esta necesidad. La falta de una idea de lo que es una carrera del personal científico es también uno de los grandes problemas en España. Ello es así en su comienzo con un sistema de becas que hace que la ciencia no sea atractiva para los jóvenes que inician sus estudios universitarios. Pero lo es a lo largo de la misma en la que la condición de funcionario limita la movilidad del personal y hace muy rígida la creación de puestos de trabajo. Y la tercera causa, la baja eficacia en la gestión y la falta de una evaluación adecuada es también gravísima en España sobre todo en los organismos públicos de investigación. El CSIC tiene sobre la mesa una propuesta de reforma que identifica una vía de solución al menos de su base jurídica. Profundizar en las alternativas de esta reforma es de una urgencia absoluta para quien se preocupe de la ciencia en nuestro país. A todo ello en España debemos añadir una cuarta causa que es la falta de un presupuesto adecuado, algo que se ha denunciado profusamente.

Hay que aceptar que en muchos aspectos la situación de la ciencia es más favorable en Francia. La cultura de la evaluación continuada de grupos y laboratorios es excelente en nuestro vecino y muy pobre en España, donde se efectúa sólo en los proyectos y cuya calidad ha ido decreciendo en los últimos tiempos. La existencia de un nivel de calidad medio muy elevado (en su conjunto, el CNRS sigue siendo la institución con el mayor impacto científico a nivel mundial), de un personal auxiliar numeroso, bien calificado y bien pagado y de una tradición y de una organización contrastadas permiten a la ciencia francesa tener una presencia internacional indiscutible. Pero en España se han ensayado conceptos que podrían dar lugar a una situación más favorable para una reforma del sistema. Entre ellos podríamos mencionar la reciente introducción de nuevas figuras contractuales, del concepto de productividad en el salario de los investigadores, o de que la financiación sea de naturaleza competitiva y esté evaluada por organismos independientes. Hay también diferencias en la estructura descentralizada del Estado, que en España debería facilitar una cultura de la cofinan-ciación, como se hace en Alemania. Y sobre todo, en España lo que puede ser una debilidad inicial, es decir, tener un sistema reducido, podría ser una ventaja si alguien se plantea una reforma del sistema. Es mucho más fácil una reforma que se hace en condiciones de crecimiento que si se hace desde una estructura madura, como es el caso de Francia. En cualquier caso, lo que se necesita es tener una idea clara y una financiación adecuada. Ni una cosa ni la otra parece que existían en Francia, y de esto se quejan sus investigadores; esperemos que existan en España.

Pere Puigdomènech es director del Laboratorio de Genética Molecular Vegetal. CSIC-IRTA.

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