Terrorismo y otros terrores
Hace unos días Josep Cuní, con su habitual savoir faire, dirigió una de sus multitudinarias tertulias televisivas con el intento de comentar qué es lo que está pasando en nuestro mundo agitado y feroz, y qué soluciones se vislumbran en perspectiva. La excesiva mezcla de participantes -público, invitados, correos electrónicos y la propia personalidad impositiva de Cuní- no permitió dar una respuesta coherente a las preguntas formuladas, pero sirvió para indicar cuáles son los problemas que en general se interpretan como los más graves. Prácticamente todos los asistentes y los comunicantes no hablaron de otra cosa que del terrorismo y, dentro de éste, del terrorismo islámico. Y concretamente, del problema palestino-israelí. ¿Hay que deducir que éstos son los problemas fundamentales con los que se enfrenta hoy la civilización? O simplemente, ¿nuestra sociedad está tan desorientada -y es tan egoísta- que da prioridad a los acontecimientos próximos que pueden afectarla y se olvida de problemas más graves que están en la base de la agitación universal? Nadie habló de la grave situación política de muchos países americanos y africanos con tanta sangre y tantos derrumbes sociales y económicos; ni del hambre en el Tercer Mundo y en las bolsas de pobreza del Primero; ni del número de muertos -superior a los que se atribuyen al llamado terrorismo- por falta de alimentos y medicinas adecuadas; ni de los países marginados económicamente porque la UE se niega a aceptar sus productos agrícolas; ni del drama de la forzada emigración que huye del hambre y la pobreza; ni de la explotación colonialista; ni de la reducción del bienestar social, cada vez más privatizado; ni de los grandes fallos de la enseñanza pública, gratuita y laica, gracias a los cuales sigue habiendo millones de analfabetos en los cinco continentes, incapaces de integrarse en una sociedad civilizada. Pero hablamos, en cambio, de los asesinatos en nuestros oasis relativamente protegidos, sin ni siquiera hacer las cuentas exactas para enterarse de dónde se encuentran la mayoría de las víctimas mortales, ni priorizar en la acción política aquellas que se podrían evitar con un cambio de la estructura económica y de los tratados internacionales que se generan y gestionan en la capital del imperio.
Esta escandalosa separación valorativa entre el terrorismo local y las otras desgracias que invaden el mundo hace pensar en una operación de maquillaje promovida por los grupos políticos y económicos más reaccionarios. Ante todo, no se explica qué se entiende por terrorismo. ¿Los actos criminales de las Torres Gemelas y Atocha, la invasión de Irak y la aniquilación de Afganistán, la defensa de un territorio ocupado por un ejército extranjero, la liberación de naciones oprimidas, la lucha revolucionaria contra la explotación y las dictaduras políticas, las amenazas arbitrarias para crear simplemente un terror colectivo? Los interrogantes se pueden prolongar, pero la respuesta a todos ellos parece ser la misma: sólo se consideran terroristas los actos que afectan a la estabilidad política y económica de los países desarrollados que tienen voz y voto en el concierto internacional. Lo demás son problemas sectoriales que, de momento, se absorben resignadamente en sus lugares de origen con el holocausto de millones de víctimas a las que no se dedican funerales oficiales -aunque sea con rito católico y docenas de obispos y cardenales-, ante las que ningún jefe de Estado llora y a las que nunca se indemnizarán con una carta de residencia.
Visto desde fuera de nuestro mundo privilegiado -privilegiado hasta que el terrorismo se convierta en revolución-, parece que se quiera montar una cortina de humo ante tantos problemas. El odio -justificado, sin duda- contra lo que se clasifica como terrorismo permite aplazar el odio -igualmente justificado, aunque más recóndito- contra las injusticias que estamos apoyando con el silencio de la mayoría y, sobre todo, de los políticos responsables. Nos conformamos con publicitar la presencia de algunas ONG extremadamente meritorias, pero sin recursos ni apoyos políticos, y alejarnos de los problemas de nuestra conciencia, demasiado ocupada con las inmediatas tragedias de las Torres Gemelas y la estación de Atocha. El peligro de esta cortina de humo es que nos aleja de unas realidades que tienen alguna relación con los actos que consideramos terroristas. Quizá atendiendo a esas realidades comprenderíamos cuáles son sus focos esenciales y, por lo tanto, encontraríamos la adecuada línea para anular los apoyos materiales e ideológicos.
La tertulia televisiva de Cuní estaba presidida por una pregunta: ¿la causa del malestar es el dinero o la religión? Es evidente que la religión es una excusa, pero no un origen: se ve muy claro si completamos honestamente la lista de conflictos con asuntos tan agrios como los latinoamericanos y los que se desarrollan dentro de los países más estabilizados. Sala Martín planteó una inteligente contrarrespuesta a la pregunta formulada: la causa es la política. Pero la política tiene una consecuencia económica radical: están los que mandan y quieren usurpar más dinero, y los que ni mandan ni tienen dinero. Hay pobreza e injusticia incluso en nuestro entorno inmediato y en esto radican buena parte de los problemas. Conviene ver la película De nens, en la que Joaquim Jordà denuncia en el propio Raval una pobreza degenerante y a la vez una grave banalidad del sistema judicial. ¿No estamos fomentando las bases de una contestación global en la que el llamado terrorismo no sea más que su aspecto escenográfico?
Oriol Bohigas es arquitecto
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.