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Columna
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Canto de cisnes

Muchos años después, tantos que le alarmaba admitirlos como propios, traspasó la cuenta que conservaba desde aquella mañana ventosa del mes de abril en que su oposición a la dictadura del generalísimo -alimentada por la soledad de una adolescencia en carne viva- la condujo hasta la avenida de Séneca con abrigo corto y pelo cardado. En ese páramo sin burladeros estaba situada, igual que don Tancredo ante el toro en la inmensidad de la plaza, cuando la voz desabrida del megáfono le exigió retirarse. Sonó luego la corneta de aviso y el escuadrón de la policía armada se desplegó en formación cerrada y con el vigoroso argumento de sus defensas reglamentarias en alto contra la turba de estudiantes que, desde el paraninfo de la Universidad Complutense, partía en manifestación cada viernes solicitando libertad sindical.

Al estallar el coro de la reivindicación como una pedrada al sol, el grupo que hasta entonces desafiaba al miedo recibió la acometida de la caballería. Entre gritos y tropezones sobre los cuerpos abatidos, ella huyó por la explanada sin otro rumbo que su instinto para evitar el pisotón de las bestias. Temía ofrecer un blanco fácil a sus perseguidores si se rompía los tacones en aquel suelo montuoso. Pero el imprevisto le asaltó al protegerse de un fustazo imaginario, cuando se tocó la garganta y con la dulzura de la sangre derramada sintió desprenderse el collar. Notó caer algunas cuentas por el interior de su blusa y con la misma mano que las había desbaratado intentó apresar las que rodaban por tierra. Para ello, y por increíble que parezca, se detuvo absorta, repentinamente despreocupada del aliento de la fiera sobre su espalda.

Se comportó como esa obstinada que, en el instante del terremoto que borra a su país de la civilización occidental, mientras se resquebraja la tierra de sus antepasados y las sedes de las instituciones milenarias se derrumban y una pedregosa polvareda ciega a los testigos del desastre y las ambulancias espantan con sus sirenas y los bomberos acordonan la zona afectada y la policía contiene la histeria de viudos y huérfanos, el acecho de la televisión y el pillaje de los desaprensivos, ella consulta su partida de nacimiento, la orla de su promoción universitaria, el certificado de penales o la línea perdida de un verso de Ronsard, sin que le tiemble la mano que toca la cartulina o el libro, ni su vista capte lo que a su alrededor se agita, ni sus oídos se conmuevan por tanto dolor exasperado, ni su olfato perciba la sangre de sus compatriotas que corre en tropel.

Impermeable al reclamo de los sentidos ha permanecido esta superviviente, arrobada en ese espejo de su egoísmo sobre el que ha construido su reputación de impávida. Como quien camina por una cinta sin fin, y ello le obliga a desatender las tentaciones sobrevenidas a su paso, no obedeció la sugerencia de sus padres de optar por un empleo de circunstancias hasta que el matrimonio la redimiese, ni buscó el consuelo humillante de la Iglesia ni el descarnado de la política, ni recabó el amor o la compañía de un hombre, ni se inmoló al chantaje de los hijos, ni sostuvo su puesto de trabajo en la moda, la intriga o la murmuración, aunque el hecho de continuar a su aire le privó de las ventajas obtenidas por esas feministas contemporáneas suyas, tan coquetas y deslenguadas que alardeaban de independientes tras haber cedido a todas las esclavitudes.

No suscitó envidia ni menosprecio mientras estuvo en el mundo y se tomaba una copa con las compañeras de clase y asistía a los conciertos de Frühbeck y contemplaba las exposiciones de Viola, el teatro de Buero y el cine de Patino. Cuando la empresa le adelantó la jubilación, vendió su piso de la calle de Viriato y se trasladó a una residencia de Guadarrama. Últimamente prefería encerrarse en su habitación con una taza de café y, mientras el sol se despeñaba por el Valle de los Caídos, convertía la música de Schubert en su canto de cisne. La enfermera que ha entrado cuando la penumbra invade la tarde y algunos residentes extrañan su ausencia durante la cena es la primera en saber que ha muerto. Será también la que herede el ejemplo de su vida cuando descubra en la mano que reposa en el regazo una cuenta mortecina de aquel collar juvenil.

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