_
_
_
_
_
LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cambiar el fusible

Josep Ramoneda

LA PRESIDENCIA del Gobierno es el fusible del sistema político español. Estos días algunos se preguntan por qué todos los presidentes del Gobierno salen mal, manchados con etiquetas -la corrupción, las mentiras- que ensombrecen cualquier balance de sus mandatos. Algunos apelan a cierto demonio cainita que estaría instalado en la mentalidad de los españoles. Quizá sea interesante examinar el papel que la figura de presidente tiene en nuestra monarquía parlamentaria. El presidente es la última terminal de la legitimidad democrática, que asume las funciones ejecutivas en un régimen que tiene un jefe de Estado que no responde ante la ciudadanía porque su legitimidad es de raíz aristocrática y carismática. En tanto que el jefe del Estado es irresponsable, toda la responsabilidad de lo que va mal en este país cae sobre las espaldas del presidente del Gobierno. Más allá del normal desgaste de la gestión de gobierno, hay algo que atemoriza especialmente a los españoles: el riesgo de fractura del país, quizá porque la Guerra Civil sigue operando como un superego colectivo, tal como hizo al inicio de la transición. Cada vez que los ciudadanos han tenido la sensación de que se iba a la división y al enfrentamiento, el presidente del Gobierno lo ha pagado con la salida del poder. Aznar ha trabajado con ahínco la fractura, a partir de una idea de la política como disputa entre amigos -los suyos- y enemigos -los otros-. Es más, Aznar ha provocado una doble ruptura: interna -en España- y externa -en la Unión Europea-. La presidencia es el fusible que se cambia para salvar la estabilidad del sistema cuando en la ciudadanía crece la sensación de que las fracturas pueden hacerse irreversibles.

El cambio ha venido después de un par de años de síntomas de retorno de la política. El primer impulso de los movimientos sociales del caso Prestige o contra la guerra de Irak fue de carácter más moral que político. Hemos visto muchas veces cómo estas reacciones declinan rápidamente. Pero, esta vez, la indignación ha llegado a las urnas. Zapatero se ha beneficiado de ello. En sus 11 millones de votos hay gente muy diversa. Será imposible satisfacer a todos. Algunos -especialmente los jóvenes- entienden poco de razones de Estado. Y se irán tal como han venido si la sintonía se pierde. A los gobernantes les gusta que la ciudadanía esté poco movilizada porque es más fácil gobernar sobre la mansedumbre que sobre la exigencia democrática. Pero Zapatero repite que se siente muy comprometido por el grito: "No nos falles".

Se nota cierto alivio por haberse sacado de encima el ordeno y mando aznarista. Pero precisamente por esto ahora aparecerán las prisas. A Zapatero se le pedirá que reconstruya en tres días lo que Aznar estropeó en ocho años. Y en política hay cosas que requieren tiempo. La recomposición del diálogo democrático entre las diferentes instituciones del Estado de las autonomías será uno de los tests. Las políticas inclusivas requieren cierto grado de lealtad compartida, lo cual exige voluntad y roce. Sin duda, la retirada de las tropas de Irak retendrá la atención principal de muchos electores. Y si Zapatero no cumpliera esta promesa, seguro que se produciría la gran desbandada. En un momento en que la democracia española parece recuperar el pulso, sería lamentable que tuviéramos que pasar por una nueva frustración como la de la OTAN. Sin duda, marcaría el destino del zapaterismo, del mismo modo que el referéndum de la OTAN marcó el del felipismo. Evidentemente, las políticas de seguridad, de vivienda y de educación, donde se espera que Zapatero sea capaz de demostrar que no es lo mismo que gobierne la derecha o la izquierda, serán atentamente escrutadas por esta ciudadanía que ha vuelto a sentir el gustillo de la política.

Pero, con todo, a corto plazo lo más importante será la manera de gobernar. Zapatero tendrá que demostrar en el poder que es verdad lo que dijo en la oposición: que se puede gobernar con mayor transparencia, con respeto a todo el mundo y sin alejarse de la ciudadanía. Una vez más, los medios de comunicación públicos, arrecife contra el que se estrellan todas las promesas regeneradoras, serán un test. Pero también lo será el modo como se desarrolle la vida parlamentaria y, en general, la relación con los otros poderes del Estado. José Luis Rodríguez Zapatero tendrá que demostrarnos a los escépticos que la célebre distinción entre ética de las convicciones y ética de la responsabilidad no es más que una coartada. Y que se puede defender con responsabilidad los intereses del Estado sin tener que claudicar de las convicciones. Y al mismo tiempo manejar los propias convicciones con respeto y atención a las de los demás.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_