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Columna
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¿Qué hay de nuevo?

¿Está todo inventado? Ahí tenemos al tranvía saliendo del túnel del tiempo. ¿Quién habría de decirnos que, en pleno siglo XXI, resurgiría de sus cenizas, se lavaría la cara y sería presentado como una apuesta de futuro? Aún guardo billetes con números capicúa del tranvía 64 -un ejemplar de hemeroteca- de la calle de Muntaner: jamás podré olvidar su vetusta mole, su conductor vestido de pana marrón, los chirridos de sus raíles, el repicar de su cling-clong de alerta, el rojo oscuro de su exterior, sus duros y machacados asientos de madera, la fijeza tozuda e inflexible de su marcha. Había que tener buenas piernas para subirse a aquel tranvía. Parece una película, pero yo lo he visto, lo he vivido. Era un monstruo urbano, exhibicionista, prepotente, inamovible. Un fantasma bien real del que alguien decidió prescindir -todos supusimos que para siempre jamás- aún no sabemos bien por qué. Tal vez porque no era moderno.

Hete aquí que ahora lo recibimos de nuevo, reinventado, supuestamente aerodinámico -de acuerdo con lo que debería gustarnos- como promesa de modernidad: todo vuelve. ¿O es que esta ciudad estaba hecha, desde siempre, para los tranvías? No vayamos a engañarnos, por mucho que hoy especialistas autosatisfechos canten sus maravillas y un corifeo de opinantes repique el tambor, el tranvía, en materia de transporte público, es un quiero y no puedo. Joan Brossa, que ya dijo una vez que "la Sagrada Familia había comenzado como Parsifal y acababa como Els Pastorets", hubiera tenido la frase precisa para la ocasión. Donde no hay metro, hay tranvía.

Menos da una piedra. Todo lo cual es muy propio de esta querida ciudad, condescendiente, a la fuerza, con las soluciones a medias para lo de cada día. Este tranvía de hoy, por mucho que se trate ahora de salvarle la cara, es parte de la herencia pujolina: un apaño gallináceo cuyos inconvenientes se diluirán en un urbanismo de vuelo bajo. Así que ¡bienvenido sea el tranvía que nos lleva al futuro! Esperemos que la maldición barcelonesa de los tranvías no nos dé ni atropellos ilustres ni más disgustos de los que podamos digerir. Sea así por nuestro bien.

Todo está, por tanto, inventado. Lo sabemos y lo apreciamos cada día. Del túnel del tiempo sale, en paralelo, la justa celebración de ¡25 años! de ayuntamientos democráticos. Palabras mayores. Era 1979 y, mientras perdíamos de vista los tranvías -que hoy parecen nue-vos- casi nadie en este país sabía qué era un ayuntamiento democrático -que hoy parecen viejos-, pero sólo pensarlo producía excitación.

Generaciones completas descubrieron la novedad de la democracia con los ayuntamientos. Se esperaba todo: lo mejor, por más señas. Y en buena medida así ha sido para los que podemos comparar con el antes -de 1979- y el después. Por eso hay que explicarlo y, también, criticar lo que no nos gusta. Una pregunta basta: ¿puede alguien imaginar qué pasaría sin democracia -con sus más y sus menos- en los ayuntamientos? Inconcebible.

Esta ciudad, en eso, no ha hecho broma. Barcelona, la ciudad burguesa, ha mostrado su corazón socialista desde 1979: un récord paradójico. Un récord de resistencia fiel y tenaz en tiempos malos después de 1979; los peores, sin duda, los últimos cuatro años: Barcelona era una isla, un exotismo político. Apenas estamos saliendo de ese tiempo, asombrados de que el presente catalán y español -igual que nosotros nos reencontramos con el tranvía- ¡redescubra ahora el socialismo! Una nueva generación de barceloneses, criada sin tranvías y con Ayuntamiento socialista, siente ahora el viento a favor, y, como tantos jóvenes de España, acaba de palpar el poder del voto. Otro descubrimiento más de algo ya inventado. No está mal como proyecto. Al igual que el tranvía de hoy no es aquel 64 que yo conocí, la democracia también puede ser mejor. Reinventarnos: eso.

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