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Columna
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El dolor

Nunca pensé que el dolor uniera tanto ni que fuera tan poderosa su capacidad de sacar lo mejor de las personas. Lo he visto, lo estoy viendo desde la mañana del 11-M, en que esa banda de maníacos hizo estallar sus malditas mochilas. Las escenas terribles que presenciamos, la angustia llevada al límite de lo humanamente soportable y el contacto con el sufrimiento atroz no permitieron inicialmente apreciar en lo que valen los comportamientos y actitudes de quienes de forma obligada o voluntaria se implicaron en los acontecimientos. Es ahora, al tratar de sobreponernos a tamaña brutalidad, cuando podemos evaluar todo lo que hubo de bueno en las peores horas que Madrid vivió desde la Guerra Civil. La nuestra es una región mayoritariamente urbanita, compuesta por ciudadanos procedentes de todos los rincones de España y, últimamente, también de todos los rincones mundo. Alguna vez hemos comentado en estas líneas su condición de tierra de nadie, celebrando que ningún foráneo se sintiera extraño, aunque lamentando a su vez la ausencia de señas de identidad que nos induzcan a quererla y cuidarla como propia. Aquel segundo jueves de marzo cambió esa última condición al irrumpir un sentimiento común de unidad, solidaridad, e incluso de orgullo. La respuesta ejemplar que dieron las gentes de Madrid, desde los policías, sanitarios o bomberos, hasta aquellos espontáneos que se metieron en la boca del infierno para aliviar el tormento ajeno, pasando por quienes ofrecieron su sangre, su consuelo o su apoyo para lo que fuera, ha alumbrado un espíritu nuevo del que se siente partícipe la inmensa mayoría de los ciudadanos, incluida, como pudimos ver el miércoles en la Almudena, la familia real.

Quienes nacimos aquí, o los que de aquí se sienten porque residen desde hace tiempo, estábamos hartos del tratamiento despectivo que con frecuencia recibía Madrid desde otras regiones por identificarla con el poder central y no con sus habitantes. Desde fuera será difícil que lleguen a imaginarse lo emocionante que ha sido para los que así sentimos el contemplar a millones de manifestantes por las calles de Barcelona, Bilbao, Santiago o Sevilla con pancartas proclamando que "todos eran madrileños". Lo cierto es que ser madrileño ha cobrado un sentido del que antes carecía y tengo la impresión personal que esa fuerza de cohesión ha calado también en nuestras instituciones. Más aún, me atrevería a decir que quienes gobiernan en los ayuntamientos y en el Ejecutivo autonómico, al igual que quienes están en la oposición, no son ya los mismos tras vivir de cerca la reacción de Madrid ante la desgracia en términos superlativos. Es como si reconocerse representantes de un pueblo con la calidad humana demostrada en estos días les infundiera mayor autoexigencia y responsabilidad. Unos y otros apartaron de un manotazo sus rencillas políticas en medio de la convulsión electoral del 14-M para hacer valer por encima de todo su condición de servidores públicos. No vi fingimiento alguno en el abrazo emocionado que protagonizaron Alberto Ruiz-Gallardón y el alcalde de A Coruña, el socialista Francisco Vázquez, durante el acto de solidaridad con las víctimas. Tampoco lo hubo en las incontinentes lágrimas de Inés Sabanés ni en la rotundidad del vicealcalde Manuel Cobo cuando aseguraba que nunca olvidaría porque no quería olvidar. Escuché a Esperanza Aguirre lamentarse sincera y amargamente por no encontrar palabras de consuelo. "Sé lo que decir en los hospitales", comentaba, "pero no a los familiares de los muertos". El protagonismo, además, brilló esta vez por su ausencia. Personajes como el concejal de seguridad Pedro Calvo o el vicepresidente, Alfredo Prada, asumieron con la mayor eficacia y abnegación al pie del cañón una labor dura y compleja, apartados totalmente de los focos. Otro tanto podría decirse de los responsables de Ifema, cuyo Pabellón 6 fue convertido en gigantesca e improvisada morgue. La institución que dirige Fermín Lucas hizo un auténtico alarde de organización silenciosa atendiendo hasta el mínimo detalle a las miles de personas que allí acudieron sumidas en la angustia y el duelo. Decía la portavoz socialista, Trinidad Jiménez, que en sólo unos días hemos conocido lo peor y lo mejor del ser humano. Es verdad, el dolor extremo ha puesto al descubierto un corazón fuerte y generoso. Un solo corazón grande como Madrid.

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