Uno de los nuestros
De pronto, Fernando salió del subsuelo y empezó a ganar altura.
En ese momento, el Madrid y el Mónaco ya tenían el uniforme descosido, y Ronaldo había puesto a hervir el marcador. En la jugada del penalti pedaleó tres veces: hizo el triciclo del búfalo y aprovechó su corpulencia para exagerar la zancadilla del contrario. En realidad no cayó como un fardo; se desplomó como un edificio.
Al parecer, aquel lance le dejó mal cuerpo, así que, harto de complicarse la vida con regates de filigrana, decidió sintetizar un gol en dos únicos toques: limpió al defensa central con el primero y metió la pelota en la esquina con el segundo. Como era de esperar, el partido entró en una de esas fases de descomposición en las que el llamado dibujo táctico es un garabato irreconocible; el reloj empezó a marcar los segundos de la taquicardia, y cada jugador se puso a inventar por su cuenta el fútbol y el infarto.
Fue entonces cuando se abrió la hierba y apareció Fernando Morientes.
Venía de seguir su propio camino, de buscarse una explicación y de mascullar su mala suerte. Desde que asomó por la tronera del Albacete había hecho un largo viaje a ninguna parte: creció a toda prisa en el Zaragoza, se adentró en los laberintos del mercado de fichajes, y cayó en un Real Madrid abrumado por las deudas y perdido en un debate sobre su propia identidad.
En su nuevo destino experimentó muy pronto el vértigo del delantero centro, un síndrome de las alturas bajo cuyos efectos se viaja indistintamente de la nada al todo y del todo a la nada. En los buenos tiempos, el balón se comportaba como un juguete automático: él formulaba un deseo y, por razones de la física que la cabeza no entendía, aquel objeto lleno de aire se limitaba a cumplimentarlos. Si por ejemplo se concentraba en la escuadra, la bruja le servía un gol por la escuadra. Pero repentinamente la luz se iba, la inspiración se esfumaba, y él era sólo un aprendiz de tirador capaz de transformar cualquier jugada en un estropicio. Atrapado en las rachas y en las críticas se sintió incomprendido y comenzó a familiarizarse con una enfermedad cuyo verdadero nombre es desconcierto. Un día se le agarró a la cara una especie de sombra. Allí la ha llevado hasta hoy.
La otra noche, Fernando salió de las profundidades del Bernabéu como un topo rubio, se elevó sobre las dos punteras con una precisa mezcla de flexibilidad y potencia y, en el cénit del salto, marcó el gol del perdón en la puerta de su propia casa. Luego, sin perder el ceño, se lo dedicó a los ausentes del 11-M.
Un instante después había dejado de ser uno de los suyos y volvió a ser uno de los nuestros.
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