El refugio de la mentira
"Era una judía yugoslava igual que él era un judío yugoslavo, había sido detenida en la misma campaña bélica de los alemanes, y había regresado, si es que había regresado, al mismo país, al mismo Estado, de modo que podía presentársele en cualquier momento, buscarlo (...
) o encontrarlo por azar". Éste es el nudo de la narración: un judío convertido en kapo de un campo de concentración que fuerza a una muchacha judía cuantas veces desea. No es una muchacha que, como otras muchas, se ofrece a cambio de comida: es un capricho del kapo al que ella ha de someterse. El asunto no es nuevo, desde luego: la búsqueda del colaborador nazi emboscado, tras la derrota, en la sociedad civil que resurge; el peligro de ser descubierto un día por alguna de sus víctimas y, por último, la conciencia de este personaje.
EL KAPO
Aleksandar Tisma
Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek
Acantilado. Barcelona, 2004
384 páginas. 18 euros
Tisma, un autor serbio de corte realista nacido en 1924, se decanta por explorar preferentemente el yo y el porqué del kapo Furfa de Auschwitz, Vilko Lamian en la vida civil. Él es hijo de judíos que, sin embargo, lo bautizan para que en su pasaporte figure como católico: la sombra de la persecución a los judíos se mueve por Yugoslavia como por el resto de Europa. El capítulo primero del libro describe a la perfección quién es ahora Lamian, cuál es su problema, de dónde viene, cuál era su situación en el campo de concentración, cómo se hizo kapo y lo que hizo con los prisioneros y cómo vive, se neurotiza y se esconde en el momento en que un azar le recuerda el nombre de la ciudad de procedencia de la mujer a la que poseyó en el campo. El asunto queda claramente fijado.
A partir del capítulo segundo
el autor empieza a desatar el nudo dramático. Lamian lleva el campo en la cabeza y en su conciencia. Lo lleva en sus actos cotidianos, en sus miedos, en su manera de deslizarse por la casa, el patio, la calle; lleva el campo consigo, metido en su vida, día por día. Los recuerdos hermosos de su vida los rechaza porque no se siente capaz de recobrarlos con la alegría que sintió en su momento: el camino a todos sus sentimientos está envenenado por el miedo y la culpa, "una culpa que es parte de mi carne, de mi sangre, parte de este conjunto que me convierte en Vilko Lamian, tal como soy, y por eso mismo distinto a todos los demás criminales de guerra".
A lo largo de la novela, Tisma, con gran habilidad y manejando muy bien los tiempos para tomar un ritmo narrativo, va a llevar a su personaje del horror a ser descubierto a la necesidad de ser reconocido por su víctima. Y todo comienza, en realidad, cuando reconoce su dualidad: un judío bautizado, es decir, acostumbrado al fingimiento y la doblez para sobrevivir; sin haberlo buscado eso lo marcará de manera inconsciente primero ("nadie le había vaticinado abiertamente el mal durante su infancia en Bjelovar") y con toda su crudeza después. En cierto modo éste es el relato minucioso, admirable, apasionante, de un proceso de desclasamiento personal y consentido que lo llevará a ser un sumiso, un traidor, un kapo cuando llegue al campo, ese lugar donde "todos obedecían las reglas, porque ésa era la condición para llegar al minuto siguiente".
En realidad esta novela no es la narración de una conducta, es otra cosa: es la autopsia de la vida de un hombre. Tisma trae todos los recuerdos de Lamian a partir de asociaciones de imágenes (por ejemplo, la alcachofa de una ducha en un hotel le recuerda la salida del gas por los orificios en las cámaras donde asfixian a sus correligionarios). Es una autopsia en la medida que muestra cómo toda su vida le impregna, es un laborioso tejido que atrapa y ahoga a Lamian en su escondite vital presente. Infancia, padres, amigos, mujeres, campo..., todo acude a él hasta que la necesidad de ser reconocido se manifiesta como la necesidad misma de respirar: la culpa lo alcanza y lo derriba y por eso se pone en marcha: dudoso, temeroso, remoloneando, azuzado, todo a la vez; y, sobre todo, bajo la intuición de que su trato con aquella prisionera, Helena Lifka, contiene el secreto del sentido de su vida y su horrible destino y, en cierto modo, busca el perdón.
Este carácter de autopsia es
lo que concede la mayor originalidad a un libro que entra en un asunto ya muy trabajado como es el del Holocausto en sus múltiples y siniestros aspectos. Quizá haya que poner el reparo de que, como buen realista tradicional, tiende a ese recuento minucioso de las cosas -en este caso: de los horrores- que en algunas zonas de la novela opera de modo acumulativo, no narrativo, e induce al lector al cansancio. Sin embargo, la fuerza del relato se sobrepone. Para guía del lector, voy a citar uno de esos momentos de horror real y emoción literaria que ilustra perfectamente el estilo de Tisma: "La niña con una muñeca que permanecía de pie al lado del paredón contemplando cómo el SS Pfalzig asesinaba de un balazo en la nuca a su padre y a su madre, esperando su turno con los ojos azules abiertos de par en par clavados en Pfalzig, que cargaba de nuevo su fusil y se dirigía hacia ella; la pequeña, que apretaba la muñeca contra su cuerpo, bajó dócilmente la cabeza para que el cañón del arma se apoyara en ángulo recto en su nuca".
Esto es algo que nunca se acabará de contar, por eso Tisma creó su kapo muerto en vida y le hizo la autopsia: para no olvidar.
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