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Reportaje:CENTENARIO DE JUAN GIL-ALBERT

Un silencio combativo

Cuando Juan Gil-Albert murió en 1994, el diario Las Provincias lo despidió en su portada como el escritor valenciano más grande de ese momento. Eso da una idea del reconocimiento que tenía: el ámbito local, ampliado al autonómico (presidía el Consejo Valenciano de Cultura), y fuera de allí, el propio de un escritor de culto. Ni siquiera en los últimos años pasó de minoritario, a pesar de los esfuerzos de sus admiradores.

Muchas cosas habían sucedido desde que Juan Gil-Albert naciera en Alcoy en 1904. La historia de España y su agitado siglo XX sacudieron la existencia de este poeta, que parecía destinado a la vida plácida de un príncipe. Hijo de una familia acomodada, las fotografías de su infancia y de su juventud nos muestran el refinamiento de su entorno. Con ello parecía corresponderse el preciosismo de sus primeros libros. Estatuaria griega, pintura italiana y castillos franceses formaban su mundo. "España me era desconocida y ajena": así resumió su adolescencia. La República y la Guerra Civil lo cambiaron todo. Estuvo entre los escritores más comprometidos con la causa democrática: participó en la organización del II Congreso de Escritores Antifascistas; fue también secretario de la revista en la que se agruparon los intelectuales republicanos, Hora de España, cuyo nombre memorable, aunque ahora esté relegado casi a lo incorrecto, fue defendido por nuestros más altos escritores, desde Antonio Machado hasta María Zambrano.

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El Partido Comunista preparó un carné para Gil-Albert, pero él, que no lo había pedido, nunca lo recogió. Si en la política fue un demócrata, en la estética (es decir, en la vida, ya que estamos hablando de un poeta) se comportó exactamente como "un aristócrata del espíritu que ama el aislamiento y la soledad". Cuando recibió la Medalla de Oro de las Bellas Artes, de manos del Rey Juan Carlos, se definió ante los periodistas con un aforismo: "Me siento un místico casi en la misma medida en que soy un anarquista". Casi nadie -entre eso que llamamos el gran público- comprendió lo que decía aquel poeta, precisamente porque sus extremos vitales coincidían con los de la propia España.

Habían pasado, claro, otras muchas cosas. Su exilio en México había durado ocho años. Allí recuperó el asombro adolescente ante las cosas, su "irrealidad". Publicó un libro espléndido, Las ilusiones, cuyo primer poema es un 'Himno al ocio': "Fluye tiempo tu canto melodioso / con tus breves espinas en los dedos, / y tú melancolía y tú tristeza / cual pájaros oscuros que trinando / hablan de Dios, fluid de la espesura". Mientras, colaboraba en la prensa mexicana con sus 'Juicios de un indolente'. Volvió pronto a España, en 1947, para abismarse en un destierro interior que determinó el resto de su vida. Su escritura se singularizó aún más. Había renunciado al combate y al lamento, pero no a la independencia. Para el futuro en el que pudiera publicar, escribió Drama patrio (contra los veinticinco años de paz), y en un poema anotó: "El asco de la gente que me rodea / pervierte mi virtud". Durante tres décadas el idealista prodigioso siguió escribiendo con una constancia secreta. Ajeno no sólo al éxito, sino a la publicación misma, mostró otra vez su condición de héroe. Valga como ejemplo uno de sus asuntos, la homosexualidad. En esas décadas concluye cuatro libros que la abordan de modos literarios distintos: un ensayo (Heraclés), dos novelas (Valentín y Tobeyo) y un breve relato casi filosófico (Los arcángeles), y que sólo verán la luz tras el fin de la dictadura.

Justo a mediados de los setenta empieza su relativo éxito, que le hace recibir honores, aunque no los más altos. Es evidente que cuando un gran poeta pasa casi inadvertido para sus contemporáneos, hay mucho que meditar. Situado entre los benjamines de la generación del 27, el paso de los años ha ido acrecentando con firmeza la figura de Gil-Albert. El concepto de arte necesario, que él debatió en los años treinta, puede tener otra vigencia ahora, de modo muy diferente, casi contrario. De él se puede decir que es un poeta necesario, porque aporta a nuestra sociedad y a nuestra literatura algunos valores singularísimos, que difícilmente encontraremos en otros.

El hecho que parece menos trascendente es que primero publicara en prosa y sólo diez años después empezara a escribir poesía. Estamos tan acostumbrados al proceso contrario, que podemos pasar por alto lo que Gil-Albert representa: ser poeta fue para él una opción de madurez, su perfección como escritor. A partir de ahí alterna sin problema la prosa y el verso, pues lo que cuenta es una coherencia de más largo alcance que ningún éxito. Desde esa coherencia ejerce su compromiso con la España democrática -no voy a insistir en los valores de esa ejemplaridad para la derecha y para la izquierda culturales- en el que se concreta su lado público. Al mismo tiempo -los grandes poetas hacen sus propios milagros- su poesía se dirige a los más individuales: defiende el ocio, la contemplación pura y el placer epicúreo (valores sociales rarísimos en un mundo en el que hasta los poetas se han vuelto profesionales ambiciosos e hiperactivos). En esto, como en lo anterior, se podrá alegar que era rico. Digamos mejor que lo fue, y sólo al principio. En el exilio (también el interior) conoció numerosas privaciones: "En la mesa unos frutos, pan, el agua, / un aceite dorado, una sal gruesa / ... Mi madre dice: todo se ha gastado. / Nada quedó. ¿Qué haremos? Y una nube / como de luz me envuelve, una promesa / de rebasar lo sórdido del mundo / de acometer lo mágico inaudito...". Son versos de 'La ilustre pobreza', poema con el que rinde homenaje a Cervantes. Su ascetismo, ya se ve, recoge lo mejor de nuestro pasado, pero tiene también frontera con cierta sabiduría oriental y con algunas propuestas que ahora llamamos ecológicas.

Es el más griego de toda nuestra literatura. Como los griegos, se muestra a la vez sensato y extravagante. Su aprecio por los presocráticos -les dedicó un libro de poesía- venía de que en ellos encontraba la armonía de contrarios que con tanta naturalidad se daba en él. Como epicúreo auténtico, buscó siempre la serenidad. Su singular compromiso político, mantenido hasta el final de sus días (no en vano protestó públicamente contra el golpe de Estado el mismo 23-F), no le impidió defender la vida retirada: "un alto muro a veces me separa / del mundo entero". Su beatus ille es un beatus ego, incluso en sus detalles más hispanos. Así la siesta es uno de sus temas recurrentes: "percibir el pespunte inverosímil / que nos liga a la tierra, nuestro sino / nuestra caducidad. Sentirnos cuerpo". Como los griegos, se puede decir de él que para siempre es uno de los jóvenes de nuestra cultura. Es el que mejor ha comprendido el mensaje griego de la naturalidad del amor entre hombres: sin matrimonio (al que siempre se opuso), valorando la vejez tanto como la juventud (ahí está su maravilloso homenaje a Teócrito) y celebrando el carácter extraordinario (filosófico, artístico) de aquellos que prefieren no reproducirse.

Lo que en Lorca se vuelve trágico y en Cernuda elegiaco, se ofrece en Gil-Albert, incluso en la ancianidad, como proyecto felizmente cumplido. Su obra erige un proyecto optimista general, que si bien se fundaba en su carácter, también tenía mucho de voluntad por sobreponerse a las sombras del mundo. Su optimismo prevalece sobre el de Guillén, porque fue más meditado moralmente y estuvo sostenido en toda una trayectoria (a pesar de que, al menos literariamente, recibió menos gratificaciones). Medido en el conjunto de sus compañeros del 27, resulta tan grande como los grandes. Desde luego, tan necesario como cualquiera de ellos, y así creo que se le verá en el futuro. Un poeta es necesario porque dice cosas distintas, que inevitablemente dilatan nuestra libertad. Para repetir consignas o vulgaridades ya tenemos a otros.

Frente a los elegiacos, Gil-Albert es un hímnico. Frente a los románticos, un clásico. Frente a los oscuros, un luminoso: cosa insólita en nuestro país, y especialmente en su siglo, que fue también nuestro. Su genealogía literaria es la de los españoles claros, cuyo modelo es Cervantes. Para la portada de su poesía completa Juan Gil-Albert -mediterráneo puro- eligió una pintura de un vaso griego: "Dioniso navegando sobre un mar de dulzura". Probablemente sea su autorretrato más conciso: la razón ateniense mezclada con la sensualidad dionisiaca.

Juan Gil-Albert, retratado por Ramón Gaya en 1937.
Juan Gil-Albert, retratado por Ramón Gaya en 1937.MUSEO RAMÓN GAYA. MURCIA

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