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Reportaje:CENTENARIO DE JUAN GIL-ALBERT

El poeta borrado

Borrado más de una vez y por tres razones, a mi modo de ver. En primer lugar, no estar inequívocamente situado en el mapa literario. La culpa fue primordialmente suya, por la pueril coquetería que le impulsaba a quitarse unos cuantos años, confundiendo a biógrafos e historiadores. De hecho, y sin entrar a discutir lo que ello pueda importar, Juan Gil-Albert pertenece a la generación del 27: nace el mismo año que José María Hinojosa y María Zambrano, uno antes que Altolaguirre.

En segundo lugar porque ha sido habitual, hasta muy poco, definir la generación del 27 como un fenómeno poético, y la obra de Gil-Albert hasta 1936 está en prosa.

En tercer lugar porque, aun admitiendo que tanto monte poesía como prosa, el primer Gil-Albert no encaja en lo que se considera prosa y narrativa de vanguardia, y resulta un tanto anacrónico: no en vano sus modelos fueron Oscar Wilde, Proust, D'Annunzio, Valle-Inclán, Antonio de Hoyos y Vinent, José Asunción Silva, Huysmans, Villiers de l'Isle.

Auténtico compromiso es que motivación ideológica e inspiración poética coincidan
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Su primer libro de poemas, Misteriosa presencia, apareció en mayo de 1936. Consiste en un conjunto de sonetos de asunto amoroso cuya concepción y lenguaje encajan en el neogongorismo de la generación del 27, asimilado con retraso y no sin algún tropiezo. El libro vio la luz cuando su autor estaba a punto de dar un giro radical, en sintonía con la circunstancia histórica española y la Guerra Civil. Así colaboró en Hora de España, El Mono Azul y las colecciones colectivas Poetas en la España leal, Romancero general de la guerra de España y Homenaje de despedida a las Brigadas Internacionales, y publicó tres libros de poesía comprometida: Candente horror (1936), 7 romances de guerra (1937) y Son nombres ignorados (1938).

Por otra parte, Gil-Albert fue una figura relevante en la Valencia convertida, de fines de 1936 a fines de 1937, en capital efectiva de la República. Fue secretario de la subsección de Literatura de la sección valenciana de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, que tan decisivo papel tuvo en la gestión cultural en la España republicana; colaboró en la fundación de Hora de España, en la segunda época de la revista Nueva Cultura y en la celebración en 1937 del Segundo Congreso Internacional en defensa de la Cultura, que fue, junto con el Pabellón español en la Exposición Internacional de París de aquel mismo año, la más relevante iniciativa de proyección internacional de la España republicana.

Sobre el congreso de Valencia flotaba el asunto candente en la época: la libertad de pensamiento y de creación de intelectuales y artistas comprometidos en la acción política partidista, y la degeneración de la obra de arte entendida como instrumento de lucha y propaganda. Un debate ineludible salvo para aquellos que, como Alberti y Neruda, comulgaban con ruedas de molino y rendían culto a Stalin. Sobre ese telón de fondo cobra sentido la más relevante de las intervenciones en el congreso: la célebre Ponencia colectiva, firmada por Ramón Gaya, Gil-Albert, Miguel Hernández, Emilio Prados y otros. A pesar de la extrema prudencia y eclecticismo de sus enunciados, fue una verdadera carga de profundidad. Niega el arte de combate y propaganda como retórica basada en un repertorio previsto y previsible de asuntos, cuya exhibición mecánica no requiere convicción ni sinceridad, y cifra la autenticidad del artista comprometido en que la motivación ideológica venga a "coincidir absolutamente con la definición becqueriana de la inspiración poética".

la asunción de la "impureza" que en su doble sentido, existencial y cívico-político, preconizaba Neruda desde su manifiesto de octubre de 1935. Aparece en este libro un irracionalismo visceral y censorio orientado hacia temas como la explotación del hombre por el capitalismo, el militarismo y la Iglesia, y se plantea en él la autocrítica en términos individuales y de clase, al mismo tiempo que se asiente a la esperanza revolucionaria. Son nombres ignorados (1938) se abre con un prólogo autocrítico que afirma el tipo de compromiso intimista tipificado en la Ponencia colectiva del año anterior, al que en efecto corresponden los poemas de la colección, junto a algún tópico de la poesía militante del momento.

En Buenos Aires y en 1944 apareció Las ilusiones, el mejor de los libros poéticos de Juan Gil-Albert. Renunciando a la evocación de la derrota de 1939 y a la prolongación de una ilusoria actitud de resistencia, adopta un tono de reflexión intimista y pasividad contemplativa ante el espectáculo de la naturaleza, que significa alegría de vivir, esperanza de amor, nostalgia de la vida sencilla. Se trata de un libro de cuidada escritura y de gran serenidad estética, uno de los más notables de la poesía española del exilio. Destaca en él el poema Las lilas, canto a la belleza espontánea de un mundo en el que sólo desentonan el error y la desmesura del hombre.

Ya de regreso a España, publica, en 1949 y 1951, El existir medita su corriente y Concertar es amor, prolongación ambos de la tesitura de Las ilusiones. De Poesía (1961) arranca la línea de meditación filosófica y ética que distingue al último Gil-Albert: reflexiones sobre la muerte, el sentido de la vida y las enseñanzas de la edad, en ocasiones expresadas con brevedad de aforismo.

Gil-Albert regresó del exilio en 1947 y pasó casi treinta años en el olvido, excepción hecha de un reducido cenáculo local valenciano, hasta el intento de rescate de que fue objeto durante los años setenta. En este 2004 se celebra el centenario de su nacimiento. La conmemoración de los centenarios no tiene por qué ser, como algunos se obstinan en creer, una simple sucesión de ceremonias retóricas. Su desfile debe recordarnos la necesidad siempre vigente de reflexionar sobre las ideas y los valores admitidos. Gil-Albert, como escritor en tierra de nadie, lo necesita más que otros.

De izquierda a derecha: Ramón Gaya, Clarita James, Concha Albornoz y Juan Gil-Albert, en Florencia en 1952.
De izquierda a derecha: Ramón Gaya, Clarita James, Concha Albornoz y Juan Gil-Albert, en Florencia en 1952.MUSEO RAMÓN GAYA. MURCIA

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