El bobo lustrado (cuatro variaciones poscervantinas)
Uno. El retablo de las maravillas, de Els Joglars -un nuevo éxito de la programación del Lliure-, ha sido recibido por buena parte de la crítica catalana como una obra un tanto menor, quizá porque los sketches suelen parecer menos rotundos que la pieza unitaria. Para mi gusto, estamos ante uno de los montajes más ceñidos y más trabajados de la compañía, con un guión y una puesta en escena de muchísimos quilates, para no hablar de la interpretación, que sigue siendo de un gran nivel. Hará un par de semanas comparaba Mamá, quiero ser famoso, de La Cubana, con aquellas ejemplares películas de episodios que los maestros de la comedia italiana rodaron en la década de los sesenta; sátiras feroces contra los vicios públicos y privados de la sociedad de su tiempo. También el Retablo entra por la puerta grande en esa categoría, fustigando sin piedad la vacuidad, el esnobismo y la palabrería de hoy y de pasado mañana. Quizá la diferencia fundamental entre La Cubana y Els Joglars radique en su enfoque moral, por así decirlo. La mirada de La Cubana es dura pero comprensiva, como si nos dijeran: "Atención, que estamos hechos de la misma pasta de lo que criticamos". La mirada de Boadella es áulica, implacable. Hay en él algo de Tío Gilito rural que contempla el mundo moderno como una orla de monos y cabrones, disparando arcabuzazos indistintos desde lo alto de su campanario. O de su cúpula, que para el caso es lo mismo. En el XIX hubiera sido un carlista de aquí te espero, una españolísima mezcla de tradicionalista y libertario. En el XVII inglés, la Revenger's Comedy habría sido su género: sátiras rebosantes de ruido y furia, nihilismo áspero, escatología salvaje. No le pidan complejidades expositivas ni sutilezas formales: lo suyo es la escabechina, el catapún en la nuca, la venganza humeante. Quizá por eso, cuando ha intentado meter "buenos" en sus obras -Dalí, Mr. Pla- le han salido estampitas irreales, de catecismo del padre Ripalda. En El retablo de las maravillas hay dianas claras y específicas. Ésa sigue siendo su mejor baza teatral y también su mayor limitación a la hora de reflejar los claroscuros de la naturaleza humana. En el mundo de Boadella hay tontos que cobran y tontos que pagan. Y cabrones y pícaros. Los pícaros son eternos cómicos de la lengua, brillantes y hambrientos: Chanfállez, Rabelín y Arbequino, que en la España de Cervantes tratan de vender su Retablo desnudo y maravilloso -para salvar la piel, para seguir tirando- a los condes de Daganzo.
Dos. Tiene el Retablo una introducción un tanto premiosa, pero a la que Arbequino viaja a nuestro siglo a lomos de una seta lisérgica y comienza a alucinar, todo fluye que da gusto. Se despliega ante nuestros ojos una pantalla electrónica utilizada con mano maestra, y el bobo originario, el menguadísimo hijo de los condes, muta en cuatro bobos con mucho futuro. Los cuatro se llaman José María: el primero se hizo de oro fundando el Opus, el segundo es un artista azaroso modelado sobre el Mr. Chance de Kozinsky, el tercero vende platos de puro humo y el cuarto... bueno, luego se lo explico. Ramon Fontseré, más Peter Sellers que nunca, está glorioso interpretando a los cuatro bobos elevados a los altares, y no le va a la zaga Xavier Boada, otro cómico proteico y multiforme, como su maestro de ceremonias. La gran eficacia de las sátiras radica, como siempre, en las dotes de observación de Boadella y sus juglares, pero aquí hay una diferencia notable respecto a los montajes precedentes: un ajustadísimo trabajo de lenguaje y un trenzado narrativo casi musical, con personajes, temas y motivos que van reapareciendo y combinándose a lo largo de todas las variaciones. Los bobos "lustrados" -por la mirada deseante de los otros- se desnudan al caer, palabra tras palabra, sus discursos: los sermones populistas y delirantes de Escrivá de Balaguer, la retórica de los cocineros modernos, la jerga de los comerciantes del arte y la política. Si las chanzas de Tàpies y Mirò en Daalí no iban más allá del cacumen del padre que contempla un cuadro y masculla el tópico "eso lo hace mi niño", el episodio de los galeristas basa su efectividad en la punzante plasmación de cómo se convierte, paso a paso, la nada en categoría. En los dos primeros retablos se diría que Boadella siente una simpatía secreta por Escrivá, en su faceta de gran comediante, así como por el artista involuntario, el bobo que acaba engañando a tirios y troyanos. En los siguientes, la negritud se hace casi goyesca. Te partes el pecho con la burla a Ferrán Adriá y sus adláteres, pero a costa -y ahí hay un sugestivo cambio del punto de vista- de la humillación sufrida por esos cuatro empleados de Carrefour, otra idea digna de Ettore Scola, elegidos para probar su comida en una jornada de "cocinas abiertas". El feroz retablo final es una pasmosa muestra de cómo se puede ser brillante y facilón al mismo tiempo. Durante una cena de la cúpula socialista, Felipe Chanfállez y familia se alimentan de humo añorando el humo de la movida y discuten si galgos o si podencos mientras el enemigo avanza y toma castillos de invierno y de verano. Su brillantez conceptual reside en que Boadella ni se molesta en desnudar a Aznar. Le parece tan ínfimo, tan mediocre, que ni siquiera aparece como tal, sino encarnada su "manera" en un pizzero que habla como él, y que será elegido por la cúpula para convertirse en un zombie: un Aznar "de izquierdas", la única posibilidad de ganar las elecciones. El problema con las sátiras políticas es que siempre aparece un factor de última hora que da al traste con las igualaciones a la baja: la vida es así, no la he inventado yo. Pero no es ése su único problema de timing: el estacazo hubiera sido perfecto si Boadella se lo hubiera endilgado a González cuando mandaba y subvencionaba. A la espera de un Urdaci en las Azores que bien puede tardar un par de años, corran ustedes a disfrutar aquí y ahora de este Retablo de las maravillas. En el Lliure, hasta el 12 de abril, y pronto en gira por toda España.
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