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Tribuna:IDENTIDAD Y SECESIÓN
Tribuna
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Cortar por lo sano

Luis Goitysolo, en un artículo acerca del Estado de Israel publicado hace unos meses en este diario, hacía una aguda observación sobre el problema político de las identidades colectivas distinguiendo, en su propia formulación, entre "identidad real" e "identidad icónica". La primera, decía, es un simple hecho: la serie de rasgos heredados que hacen que alguien pertenezca a un grupo. Si uno es de raza negra, vive en Kenia, habla masai, cría ganado y tiene la costumbre de beber sangre de sus animales, entonces uno, sin más averiguaciones, es un masai.

La identidad icónica, en cambio, implica una pertenencia planificada, una voluntad de identidad, es decir, en el fondo, una ideología, elegida con independencia de cuál sea el poso básico de la persona. A este sucedáneo de la adscripción natural se le podría llamar también -añado yo- identidad de pin porque, como las vistosas plaquitas, la pertenencia que proclama es de quita y pon, de las que no hacen carne y no se ejercen 24 horas al día: no es lo mismo ser fan de Barricada, o miembro del PNV, que, por ejemplo, masai, chino o, claro está, vasco.

Si a lo nuestro hay que encontrarle analogías, lo más parecido es Israel, sociedad construida sobre nada por mandato divino
Lo único que puede hacer de una utopía un proyecto defendible es su contenido en previsible felicidad humana

La distinción, como todo atisbo penetrante en el fondo de un problema, es perfectamente trasladable a otros escenarios, singularmente al nuestro, me parece, y especialmente ahora que el fantasma de la secesión de España parece revivir. Quizás sea pues el momento de hacer algunas observaciones sobre la identidad vasca, que es el problema subyacente a estos maremotos, y denunciar algunas falacias que se nos han hecho invisibles de puro habituales; en especial aquella que consiste en presentar una ideología -la nacionalista- como identidad común de obligada observancia, de la que nadie puede abstenerse sin traicionar al país y por tanto perder prácticamente su condición de vasco.

Como gustaba de decir un conocido político prognato, recientemente jubilado, "Los nacionalistas somos los vascos de verdad". Y es que no hay como un carácter excesivo para desvelar en un arrebato todo un programa cuidadosamente camuflado, siempre negado con indignación y sin embargo siempre presente en el fondo de la ideología.

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Pues bien, lo que me interesa poner de manifiesto en este artículo es que, dejándonos de chapas, escarapelas y declaraciones, y atendiendo al contenido objetivo de nuestros rasgos culturales efectivos, la gran mayoría de la población vasca, incluidos los nacionalistas, es todavía hoy básicamente española, y esa es su identidad real, aunque no sea la profesada: hablan masai y crían ganado, o sea, hablan español y comen chorizo. Lo otro, la supuesta identidad vasca antonomástica que predica el PNV, es, a la luz de la realidad del país, fundamentalmente una aspiración, un simple pin, extraño a la mayor parte del país; extraño, si me apuran, a todo el país, ya que la vistosa postal, la identidad apetecida, no se corresponde verdaderamente con ningún fondo étnico todavía perdurante, sino que es un constructo de estilo tradicional -como la arquitectura mala- diseñado seleccionando y manipulando a conveniencia, con muy dudoso gusto y criterio, determinados elementos de la ruralidad vizcaína y guipuzcoana.

Este hecho, el alto nivel de inexistencia del modelo identitario nacionalista, diferencia radicalmente nuestro caso del de otros nacionalismos, por ejemplo el quebequés y también, dentro de España, el catalán. Los quebequeses, por mencionar un santo de la devoción del PNV y sus satélites, son, y nunca han dejado de ser, una población de identidad real básicamente francesa: una holgada mayoría de ellos tiene, y tenía también antes de los esfuerzos de normalización, el francés por lengua materna y propia. El nacionalismo quebequois defiende lo que en este mismo momento, y de una forma real y efectiva, los quebequeses son.

Si a esto se le ha de buscar algún paralelismo en España, este no se encuentra entre nosotros, sino en Cataluña, donde los nacionalistas defienden igualmente no lo que querrían ser o creen que deberían ser, sino lo que mayoritariamente y realmente son. Y si a lo nuestro hay que encontrarle analogías, lo más parecido que se ofrece es el caso de Israel, sociedad construida ex novo sobre nada o casi nada (unos molestos árabes), por mandato divino. Su catecismo es su identidad. Como Akí.

Nótese, a este respecto, que no creo que en ninguna parte del planeta se use con tanta frecuencia como entre nosotros la expresión de "construcción nacional". Y es que efectivamente, de construir se trata, para lo cual, según se sabe, lo que más conviene como punto de partida es un descampado. Los elementos tradicionales preexistentes -muros agrietados, precarias vigas, tejados ruinosos- pueden servir como elemento de inspiración pero para la construcción, en realidad, más que otra cosa molestan.

Esta diferencia descomunal, estratosférica y morrocotuda explica muchas cosas; entre otras, por qué en otras partes se toman las cosas con mucha más tranquilidad que nosotros: y es que cuando uno defiende la realidad, es decir, cuando tiene los hechos a su favor, se siente mucho más seguro en lo suyo y no le hace falta hacer el energúmeno. Si, por el contrario, los hechos fallan estrepitosamente, como es el caso entre nosotros, hay que hablar mucho más alto para disimular la falta de realidad detrás del decorado. Como decía Séneca, "Omnis ex infirmitate feritas est", que traducido a lo suelto viene a decir que toda intemperancia procede en el fondo de inseguridad en uno mismo.

Puede uno preguntarse si en realidad todo esto supone alguna diferencia para el tratamiento práctico del problema. Creo que sí, al menos por lo que hace a las previsiones de evolución a la larga. Y es que a la larga, me temo, la inmensa contradicción con los hechos que entraña constantemente el proyecto identitario del PNV va a ser, en mi opinión, muy difícil de mantener y cualquier cosa (por ejemplo, se me ocurre, una brusca disminución, siempre posible, de los recursos económicos disponibles para mantener la burbuja) podría bastar para desvanecerlo.

A poco que uno se descuide, la realidad real tiende a prevalecer, que es en mi opinión lo que probablemente acabará por suceder en el País Vasco, con independencia o sin ella, aunque la cosa, qué duda cabe, puede durar muchos años; no en balde nuestra larga tradición de integrismo nos tiene bien acostumbrados a no relajarnos jamás y a contradecir constantemente nuestros impulsos biológicos.

Porque, al cabo, también de algo parecido a la biología se trata en esta cuestión de nuestra relación con España, y tampoco en este plano nos parecemos demasiado, creo, a los quebequeses. Dudo, en efecto, aunque no conozco demasiado el caso, de que la compactación biológica, humana, vital, diaria, producida en un Estado reciente y surgido de colonización, como es Canadá, sea en nada comparable a la que se ha dado en una nación como España, fruto no solo de instituciones y lazos políticos, sino sobre todo de muchos siglos de convivencia intensa, constante flujo de gentes, roce de idiomas, difusión de costumbres, de alimentos, de aficiones, etc.

Quizás los vascos no quieran ser españoles, y quizás estén en su derecho; pero lo cierto es que, no en sentido institucional (que esto sería no decir nada, porque ya se sabe), sino en un sentido vital y real muy cierto, lo son mucho, y que un proyecto de secesión o semisecesión como el que apenas encubierto contiene el Plan Ibarretxe no va a cortar solamente, ni sobre todo, por un entramado político, sino literalmente por lo sano, por tejido humano vivo: carne, venas y vísceras comunes. Una verdadera operación de separación de siameses, de esas siempre traumáticas para las dos partes -para los dos trozos, si me permiten la expresión- y de desenlace muchas veces desastroso.

Y bien, ¿qué puede justificar esta escabechina? Porque las utopías, también esta, pueden ser defendibles, por más irreales que sean, y es posible que el insatisfecho masai que se esfuerza denodadamente por ser lo que no es y convertirse en, digamos, tutsi, gentleman británico o -para no exagerar- por revivir alguna masaitud esencial perdida en las siempre socorridas tinieblas de la historia, quizás tenga sus razones para ello. Pero, en mi opinión, lo único que puede hacer de una utopía un proyecto defendible es su contenido en previsible felicidad humana (y no del género metafísico, sino del diario, real y concreto), contenido que en el caso de este proyecto de vuelta por nuestros lares, no solo es inexistente sino claramente negativo, porque tendría que empezar por una operación en carne viva.

De eso hay que hablar y ese es el debate. Lo demás son zarandajas.

Matías Múgica es escritor.

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