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Reportaje:CICLISMO | El primer 'monumento' del doble campeón del mundo

"Me equivoqué en el 'sprint"

Óscar Freire revive al día siguiente la llegada que le valió ganar la Milán-San Remo ante Erik Zabel y Alessandro Petacchi

Carlos Arribas

Las Navidades pasadas, Óscar Freire llegó en moto a Torrelavega. Una Suzuki 1.000 naked, sin carenado, faro redondo, motor al aire, preciosa. Un motor que puede coger los 230, una velocidad imposible porque sin carrocería el cuerpo acaba con cualquier atisbo de felicidad aerodinámica, las piernas son un freno, la cabeza más, y sólo llevarla a 130 por la autopista provoca crónicos dolores de cuello. Terminadas las vacaciones -bueno, la estancia en su tierra, porque, puntual como las estaciones, el 20 de diciembre empezó a entrenarse en bicicleta por la comarca y ya el día 1, novedad absoluta, había empezado a ir al gimnasio a fortalecer la musculatura del torso-, Freire se volvió a Coldrerio, el pueblo del Ticino, en la Suiza italiana, en el que se compró un piso hace un par de años, en su BMW M3 dorado y se dejó la moto, la Suzuki, en Cantabria. Allí sigue. "Me equivoqué al llevármela", explica Freire, hombre feliz, al día siguiente de ganar la Milán-San Remo; "luego, me la iba a subir a Suiza un amigo en una furgoneta, pero no cabía, así que me compraré un scooter".

"No quiero obsesionarme. Esta victoria no me cambia tanto. No ha sido una sorpresa"

La aerodinámica. Óscar Freire, 28 años cumplidos en febrero, 1,71 metros, 63 kilos, sabe lo que vale llevar la cabeza baja en el momento de dar el golpe de riñones definitivo y de lanzar la rueda delantera aunque duela el cuello, mirar al suelo aunque no se vea qué ocurre a los lados, tocar con la barbilla la potencia del manillar, convertir el cuerpo, duro, tenso, en el carenado que no tiene su moto, que está prohibido en las bicicletas.

Aunque no tenga una Suzuki desnuda, Erik Zabel, rápido y veterano, número uno del mundo por su regularidad y su constancia, también debería conocer el valor del coeficiente aerodinámico cuando uno se lanza a 70 por hora sobre dos finas ruedas de aluminio y seda. Si no lo sabía, hizo sobre vía Roma una demostración a la inversa. Cuando se levantó, a 10 metros de la línea, su cuerpo, su tronco, sus brazos, tuvieron sobre su velocidad el mismo efecto que los alerones levantados de un avión en el momento del aterrizaje. Fue un gesto de impaciencia y de alegría, una demostración que los antiguos nunca se permitían.

Fue un alivio para Freire, quien llegó a pensar durante un segundo que la Milán-San Remo, la classicissima en la que ya había sido tercero, quinto y séptimo, se le volvería a escapar.

Fue sólo un segundo de terror.

Al igual que cambiará la Suzuki por una vespino, Freire contribuye, voluntario, a la desmitificación de las excepcionales virtudes que le colgamos los periodistas. Igual que la Suzuki es un incordio que no cabe en la furgoneta, la sangre fría, el salto felino de los 50 metros, todas las marcas de fábrica de Freire, son una exageración.

Freire quiere el scooter para que Laura, su compañera, le guíe en las sesiones tras moto y también para hacer los recados en Coldrerio, el pueblo rodeado de viñedos en el que la pareja lleva su apacible vida, para ir a por el pan o el periódico. A Laura le faltan siete asignaturas para licenciarse en Geografía y se queda en casa estudiando mientras Freire sale a entrenarse con su grupetta italiana, con el gordito Nardello, Maciste Zanini y el rubio Paolini. "Aquí, en Suiza, tengo ventajas fiscales, estoy cerca del aeropuerto de Milán Malpensa, lo que me viene muy bien, y hay un buen grupo de italianos para salir a rodar", dice Freire. Y mientras, bucólico, habla de las bellezas de los viñedos en la colina de los Olivos, de lo desperdigado del pueblo, de su vida, suenan de fondo, se oyen nítidas por el teléfono, campanas y más campanas: "Es lo que peor llevo. Los domingos tengo que dormir con tapones. Hay dos iglesias cerca de mi casa y empiezan a sonar las campanas, casi como si tocaran a rebato, a las siete de la mañana. ¿Para qué? Si todo el mundo sabe dónde está la iglesia..."

En la casa, el último domingo del invierno, comen con Freire su mujer y sus hermanos, que han ido a presenciar la carrera. Volvieron ayer por la mañana desde San Remo, donde durmieron, donde celebraron la victoria con los compañeros de equipo, quienes cambiaron sus planes para acompañarle. Volvieron con Freire al volante, más de 300 kilómetros, y su hermano Antonio, elegante, su mánager, corbata de seda y camisa de cuadros grandes, sin parar de hablar por el móvil. Es año de renovación. Se termina su contrato de dos años con el Rabobank. Hay que empezar a hablar pronto. Es un día excepcional. El lunes vuelve la rutina, sólo salpicada por la correspondiente invitación a pasteles a los compañeros de grupetta. El jueves toca viajar a Bélgica. El viernes Freire estudiará el recorrido del Tour de Flandes (4 de abril), el siguiente monumento al que atacará; el sábado correrá en Harelbeke y el domingo la Flecha Brabanzona. "No me quiero obsesionar con la San Remo. El año pasado estuve bien hasta la Milán-San Remo, pero luego fallé en las clásicas. Me equivoqué corriendo tanto en Bélgica. Estuve mucho tiempo fuera de mi ambiente. Tantos días en Flandes... Perdí la mentalidad. Pero este año cambiaré. Luego, volveré a Suiza. No me quiero obsesionar", dice; "tampoco esta victoria me cambia tanto. Sabía que tenía posibilidades y ganarla no ha sido una sorpresa. Otra cosa muy diferente fue mi primer Mundial. Aquello sí que no me lo creía..."

Óscar Freire, en el podio de la Milán-San Remo, besa el trofeo de ganador.
Óscar Freire, en el podio de la Milán-San Remo, besa el trofeo de ganador.REUTERS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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