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Instituciones mal pensadas

Pablo Salvador Coderch

En España tenemos dos tribunales supremos, ambos con sede en Madrid: el primero lleva tal nombre -Tribunal Supremo- y el segundo es el intérprete supremo de la Constitución -Tribunal Constitucional. Llevan años gastando recursos públicos en una guerra sorda por el poder último de interpretar las leyes. Ante los ojos atónitos de millones de contribuyentes, han disputado por los derechos de los hijos a saber de sus padres, por los de las mujeres famosas a preservar los restos de su vida doméstica, por el modo más correcto de designar a sus ayudantes y, últimamente, por cuál de los dos tribunales puede fiscalizar la conducta del otro. Aunque la contienda todavía no está decidida, va ganando el Tribunal Supremo. Todos los demás perdemos. Y mucho.

El Tribunal Supremo y el Constitucional presentan un diseño institucional claramente defectuoso

En la última batalla de esta guerra de jueces, un abogado, partidario de las oposiciones y disconforme con la práctica de los magistrados del Tribunal Constitucional consistente en designar a dedo a los letrados que les ayudan, recurrió en amparo ante el Constitucional una sentencia del Supremo, que había rechazado su pretensión. Pero el recurso se dirigía "al Tribunal Constitucional sustituido por la formación que garantice un examen imparcial", por lo que éste, entrando al trapo, lo rechazó sin mayores miramientos, pues "no está dirigido a este tribunal sino a otro hipotético".

Conseguido el papel, nuestro abogado lo llevó a la sala primera del Tribunal Supremo y pidió a sus magistrados que condenaran a sus colegas del Constitucional, por haberse negado a resolver, a pagarle una indemnización y a su cese. La sentencia del Tribunal Supremo de 23 de enero de 2004 dio lugar a lo primero -condenó a 11 de los 12 magistrados del Constitucional a pagar 500 euros cada uno-, pero no a lo segundo. El magistrado Francisco Marín Castán discrepó de la mayoría y redactó un voto particular que es el único escrito sensato en toda esta deplorable historia: "Si un litigante pide una declaración de propiedad sobre las estrellas, el juez que examine semejante pretensión podrá rechazarla" por mil razones distintas, ninguna de las cuales -me permito añadir- requiere haber llegado a magistrado del Tribunal Supremo o del Constitucional: cualquier ciudadano, cuyos impuestos pagan el sueldo de toda esta gente, sabe por qué no hay derecho alguno a pedir la luna y las estrellas.

El conflicto está degenerando en farsa: los magistrados del Constitucional condenados a pagar han presentado un delirante recurso de amparo ante sí mismos que, al parecer, podría ser resuelto por los nuevos magistrados que habrían de sustituir a cuatro de los antiguos que cesarán la próxima primavera.

La mayor parte de mis colegas que han escrito sobre este disparate se ha inclinado por dar la razón a uno u otro de los tribunales en conflicto. Pero la herida no duele tanto por los fallos de las personas como por las costuras de un diseño institucional claramente defectuoso: hay dos tribunales supremos superpuestos que, además, tienen competencia para conocer de los mismos casos en amparo. Si entonces uno de ellos resuelve a disgusto del otro, el conflicto está servido.

La mejor solución es probablemente la estadounidense: los americanos cuentan desde hace dos siglos con un único tribunal supremo federal que funciona bien, casi diría que muy bien. Sus nueve magistrados son designados por el presidente y confirmados por el Senado si sobreviven a un debate político feroz. Son vitalicios y tienen el poder de escoger qué casos, de entre los que llegan a su tribunal, van a resolver. Sus sentencias y votos particulares están redactados en un inglés impecable y sus razonamientos de fondo son inteligibles.

En esto, Europa es distinta, pero no mejor: aquí, jamás hemos osado situar a un único tribunal, a la vez supremo y constitucional, en la cúspide de nuestro sistema judicial. La razón es que los jueces ordinarios, cuya organización culmina en el Tribunal Supremo, son funcionarios de carrera, mientras que la justicia constitucional es intrínsecamente política. Por ello, los políticos europeos nunca han querido dejar decisiones transcendentales en manos de un gremio de funcionarios. Mas, por lo mismo, tampoco han confiado nunca en los magistrados mismos de sus tribunales constitucionales y han recortado mucho su poder por el procedimiento de limitar la duración de su cargo, nueve años en España. Ello les deja en situación de debilidad extrema ante un nutrido Tribunal Supremo compuesto por un centenar de jueces que sólo se retiran por jubilación.

La solución ideal sería refundir ambos tribunales en uno solo, pero ello requeriría un cambio constitucional más media docena de estadistas repartidos con equidad en los partidos políticos, y ya he dicho que no se puede pedir la luna y las estrellas.

Una propuesta viable reforzaría las competencias del Supremo en los amparos y la posición de los magistrados del Constitucional ampliando la duración de su cargo hasta los 12 años -como en Alemania- y permitiéndoles escoger los casos que fueran a resolver -como en América. Si de paso se descentralizara y agilizara la justicia ordinaria para evitar que los pleitos que pasan por la casación y, luego, por el amparo duren más de 10 años, la justicia española daría un paso de gigante. Todo es echar a andar.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra

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