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Columna
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Respeto público

Tantas veces un atentado terrorista me ha obligado a renunciar a la columna que ya tenía preparada o pensada o deseada. Tantas veces, el terrorismo nos ha forzado a alterar, a posponer, a descartar, a callar; y luego a considerar, a contemplar y a decir en su surco, en la línea de su obra infame. Tantas veces nos ha hecho suspender la vida; el terrorismo es una destrucción literal de la vida de las víctimas, y una muerte metafórica para los demás; como una apnea de la vida de todos, un instante sin aire. Tantas veces, y de modo tan atrozmente significativo la semana pasada, hemos conocido ese instante sin aire, la vida destrozada y suspendida, tantas veces, que hoy quiero tomarme un respiro. Un momento con doble de aire, largo de aire.

Porque acabamos de entrar en dos primaveras, una literal y otra simbólica; una natural y la otra construida por la voluntad y la participación ciudadanas. Y ya están apareciendo los brotes en los árboles y en las ramas políticas. Brotes tiernos y frágiles aún en el desertizado paisaje del invierno y de nuestra vida pública; pero capaces de contagiar esperanza. Y junto con los renuevos está apareciendo el color; el mismo panorama pero en cuatricromía. Y uso esta palabra sin sofisticación ni segundas, sólo para recoger con una imagen básica, alegremente simple, la sensación de que se está haciendo la luz en la foto en blanco negrísimo de los hábitos políticos recientes. Pero he dicho que voy a tomarme, con su permiso, un respiro de columna, como un paseo por la calle de una realidad que no es actualidad, o no de la manera acostumbrada.

Cuando paseo me fijo mucho en las palabras que llenan las ciudades. Carteles, avisos, prohibiciones, instrucciones en vitrinas, postes o fachadas; las ciudades también se conocen por sus textos. Ultimamente me fijo sobre todo en los portales, donde se está extendiendo la moda de dejar -en simples hojas de papel pegadas con cello o en placas cuyo diseño y fijación denotan una actitud mucho más firme y resuelta- mensajes destinados a los repartidores de publicidad. De las barreras contra el buzoneo surge el argumento de la columna de hoy, porque esos mensajes son extraordinariamente variados en textura y estilo.

Y podríamos decir que de algún modo retratan a su comunidad. Distinguen, por ejemplo, a un vecindario espontáneo o creativo; de otro más clásico o mimético. Revelan a las administraciones profesionales o a las amateurs que los propios vecinos aseguran por turnos. Delatan a los partidarios de un cierto (des)orden. Y comparto la opinión de quienes consideran que esa propaganda es una plaga, mayormente inútil, tala árboles y revienta buzones; y supongo también que resulta menos costoso imprimir un mensaje escueto, del tipo "no se admite propaganda", que decantarse por la prolongada modulación del "esta comunidad no desea recibir propaganda, muchas gracias". Pero estoy segura de que para quien reparte, para quien, por un sueldo probablemente escuálido, tiene que aventurarse de portal en portal con los brazos cargados de folletos chillones, entre uno y otro mensaje, entre el "no" a palo seco y el consuelo personalizado del "gracias", cabe un mundo.

En eso estoy pensando, cuando al final de paseo, recojo del buzón la publicidad que regularmente me envía la Biblioteca británica con el programa de actividades para el trimestre. Allí encuentro, como cada vez, este largo mensaje dirigido a los usuarios/as: "el acceso a todas las conferencias es gratuito. No necesita coger entrada, pero como las plazas son limitadas, le sugerimos que acuda con tiempo suficiente y evite así la desilusión de quedarse sin sitio". Lo leo y entonces me doy cuenta de que, queriendo hacer una reflexión civil e intemporal, he desembocado en una columna política y puntual. Porque en ese mensaje, en ese trato a la ciudadanía, se clarean siglos de democracia. Porque es ahí donde la democracia tiene que expresarse, ejercerse y evaluarse a diario; en esa consideración, en esa prueba de respeto público.

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