¿No es curioso?
En la vida he visto cosas curiosas. Por ejemplo, cierta modalidad de la caza de la perdiz. En ella, el macho de la perdiz cae fulminado por un disparo, bajo la mirada atónita de la hembra que, enjaulada, ha servido de reclamo, y que ve morir ante sus ojos a su pretendiente. ¿No les parece horrible? Claro, ustedes me dirán que la perdiz está francamente rica con salsa de chocolate, pero deténganse a pensar por un momento si no será una perdiz enamorada.
Así mismo, tengo que referir aquí el extraño caso de una vivienda que cuando llegaba uno, el otro se marchaba. Se trataba de un matrimonio en vías de separación. Aún compartían el mismo hogar, si es que llamarlo así no es incurrir en la paradoja. Pero la pregunta es: ¿por qué sentían la obligación de marcharse cuando llegaba el otro, o, más bien, qué era lo que les había hecho instaurar estos turnos? Como ustedes comprenderán, la situación de la pareja rota era un tanto ridícula, teniendo en cuenta que uno u otro miembro se iban por sistema, sin tener nada que hacer en la puta rue.
He tenido conocimiento también de otro raro asunto: un invidente que conducía a un perro despistado. En efecto, el invidente se había comprado el perro con la esperanza de poder enseñarlo como a un lazarillo, pero no hubo manera. El perro iba a su aire, y el invidente, que lo quería como se quiere a un buen amigo, ni se planteó la posibilidad de deshacerse de él. Así que, en estas circunstancias, era el ciego el que llevaba al lazarillo a dar una vuelta. Si no se lo creen es cosa suya, pero lo cierto es que el invidente vivía mucho mejor desde que tenía el perro, y según dicen, había desarrollado un sexto sentido para moverse por las calles sacando a su can a hacer pis.
Caso extraordinario también es el del hombre que no soportaba a otro celoso que no fuera él. Cuando sentía que estaba provocando celos en otra persona la vilipendiaba con saña, a pesar de que él mismo reconocía ser muy celoso. Como se lo digo: el tipo no entendía los celos de los demás, quizás porque le ponía celoso que el celoso fuera otro -y perdónenme el vacilón-, o tal vez fuese la aversión que sentía por sí mismo lo que le hacía señalar a aquellos que sufrían su misma debilidad. ¿No les parece extravagante?
Ustedes dirán. Llega un momento en que uno no se sorprende por nada. Un chino puede cultivar arroz en su oreja, y a todo el mundo le parece de lo más normal. Al fin y al cabo, no está claro si extrañarse de las cosas es un signo claro de inteligencia, o una muestra de estupidez absoluta.
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