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Columna
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Atocha

José Luis Ferris

Yo estuve allí después de la metralla, cuando Atocha era un páramo de sangre y de silencio. Estuve entre el crujido de las huellas sin nadie, en el vacío de las vagonetas, junto al espíritu que vaga sin dirección exacta, al lado de las bocas que vomitan penumbra sobre los raíles y el carbón. Estuve entre el amianto que iluminaba rostros sin mirada, entre los ojos que dejaron de apuntar hacia el cielo, en la hendidura fría de las almas que exigen su ración de labios para no ser vencidas. Vi el torso talado entre el fuego y la furia, el gesto de la carne, el ácido que saja el rictus somnoliento, el párpado que nunca se plegará de nuevo ante la aurora, o el furor, la espina sin paisaje que perfora la piel y trama una aventura de ceniza y desierto. Allí, a la entrada de Atocha, mientras los malditos trituraban su porción de ruiseñores y afilaban, sombríos, la piedra del espanto, el tuétano frío de sus tristes calaveras, la vida se deshizo al compás de la esquirla, al ritmo del acero, a la velocidad del número con voz agonizante.

Yo he visto la última estación de los que ya no viven, el bosque encendido de aquellas galerías donde el gemido acude cada vez que lo nombran. He visto las palabras escritas en los muros, el grito agazapado, la desesperación colgada en forma de bandera, el signo del dolor. He acudido a la cita después de la masacre, cuando todo era un campo de alas en delirio. He escuchado el silencio de doscientas ausencias reclamando su abrazo, su derecho a disponer de un sitio en la memoria. He leído sus nombres, el mapa de sus cuerpos vulnerados y solos. He mirado después hacia el lugar del ángel y su sombra no estaba.

Hay manos manchadas de plomo derretido. Yo acuso a los malditos, convoco a muchedumbres que griten contra ellos, certifico ahora mismo su estatus de cadáver, propago desde las azoteas el final de esos muertos que asesinan cobardemente untados de arsénico y de roca. Maldigo a los malditos de azucena acabada que dinamitan trenes y sepulcros. Los maldigo por siempre izando el corazón entre el tumulto, esperando que el ángel reparta sus espigas de bálsamo y de oro por la llaga profunda de la tierra.

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