En busca de Sheryl Crow
Esta crónica da noticia de la prematura muerte de una brillante carrera de paparazzo a cambio de la salvación de mi alma. La tentación llega en forma de soplo. La famosa cantante de rock americana Sheryl Crow -más de 20 millones de discos vendidos- lleva semanas viviendo de incógnito en la ciudad de Girona. Crow es la flamante novia del ciclista Lance Armstrong, que ya hace años fijó su residencia en una casa noble de la calle de la Força.
Ni corto ni perezoso, salgo a la calle dispuesto a desentrañar la veracidad de la pista. Voy pertrechado con una grabadora, una cámara y la carátula de uno de sus primeros discos de éxito, Tuesday night music club, en la que, dicho sea de paso, aparece deslumbrante. Con aires de Philip Marlowe de pacotilla, entro en los locales públicos de la zona y, mostrando la foto, pregunto: "¿Han visto últimamente a esta chica por aquí?". Ante alguna expresión de duda, añado: "La foto es algo antigua, póngale unos 10 años más". Las pesquisas dan resultado de inmediato. Algunos la reconocen como la compañera de Armstrong, su famoso vecino, y hay quien asegura que participa en sus salidas matutinas en bicicleta junto con los miembros del equipo US Postal. Sin soltar la pista, como un perro de presa bien adiestrado, llego hasta un profesor de idiomas de una prestigiosa academia de Girona que le da clases particulares de español. No consigo sacarle nada, aunque su prevención me confirma que Sheryl aprende la lengua de Cervantes. El último paso consiste en buscar la prueba irrefutable, la foto que confirme su presencia y me lleve a dar el salto a la prensa rosa. Necesito a un profesional. Llamo al fotógrafo del periódico y nos disponemos a montar guardia ante el edificio. Pere Duran llega acompañado de su hija, cosa que contribuye a camuflar nuestro papel de carroñeros mediáticos. Amenizo la espera, en el bar de enfrente, escuchando el excelente compacto de Sheryl. Su música está estrechamente unida a un extraño periodo de mi vida. Los recuerdos agridulces afloran a los primeros compases de Run, baby, run. La canción me transporta, en un melancólico salto atrás de 10 años, a un desangelado bar musical de Empuriabrava. Un grupo de cuatro amigos, compañeros de salidas nocturnas, nos emperramos en convertir en realidad un proyecto que tienta a muchos noctámbulos pero que casi siempre se suele quedar, afortunadamente, en quimera etílica: dar el salto al otro lado de la barra. Con la aportación de amigos y familiares, adquirimos un lóbrego local, en el interior de unas laberínticas galerías, en el que construimos -con la impagable ayuda de un albañil ex alcohólico convertido en bebedor compulsivo de cocacolas y un alocado electricista alemán diabético- algo parecido a un bar musical. Lo bautizamos con el profético nombre de Caos. Canciones himno de Sheryl Crow como All I wanna do se convirtieron en el bálsamo de aquellos tiempos de bancarrota. A pesar de nuestra buena selección musical y nuestros explosivos mojitos, los clientes del local no lograron jamás sobrepasar en número a los amigos. Mientras seguimos acechando a Sheryl, rememoro jugosas anécdotas. Como cuando la barra, asaltada por un rebaño de borrachos saltarines, acabó derrumbándose con estrépito. O cuando una mañana encontramos el cubo de la basura repleto de una docena de graciosos ratoncitos de ojos profundos incapaces de trepar por las resbaladizas paredes de plástico. Tras discutir diversas soluciones -ahogamiento y veneno incluidos-, decidimos por mayoría darles una oportunidad y lanzarlos vivos a un contenedor. Ahora, visto con la perspectiva de los años, estoy convencido de que les salvamos porque su situación era muy parecida a la nuestra. Estábamos atrapados. Finalmente, un par de años después, conseguimos pasar el muerto -o sea, el bar- a un individuo poseído por el mismo entusiasmo candoroso. Ignoro si consiguió reflotarlo. Cuando nos repartimos los discos del local, en una compleja negociación parecida a la de los divorcios, luché para quedarme con el disco de Sheryl. Nunca pensé que al cabo de los años tendría tan cerca a la cantante de Kennett (Misuri), un talento alejado de los productos de mercadotecnia.
Si algo debe de apreciar la famosa pareja formada por Lance y Sheryl, es el manto de anonimato cómplice que les tiende Girona
Lance Armstrong, ganador de cinco Tours, interrumpe mis recuerdos. Sale a comprar la prensa matutina. A su vuelta, le pregunto si su novia podría dedicarme el disco. Muy amable, me contesta que Sheryl está descansando. "Quizá más tarde", añade. Al poco rato, vemos cómo nos observan desde una ventana. El fotógrafo y yo empezamos a sentirnos mal. Un paparazzo de los tiempos de la telebasura debe tener el arrojo de preguntar a su víctima sin que le tiemble la alcachofa -así llaman al micro en el inframundo del famoseo- qué contesta a las acusaciones de zoofilia con el periquito vertidas por un ex mayordomo. Definitivamente, no tenemos estómago para esas cosas. No perderemos nuestra alma por una foto robada. Si algo debe de apreciar la famosa pareja, es el manto de anonimato cómplice que les tiende nuestra ciudad. Confiemos en que esta humilde crónica no rasgue esa placidez. Y sirva para que Sheryl Crow se enternezca y acceda a autografiarme uno de mis discos favoritos. Seguro que en el pasado de Sheryl, que empezó como camarera, profesora de música de chicos discapacitados y cantante de club, también hubo algún bar musical desangelado con alegres ratoncitos bailando al ritmo de sus canciones.
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