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Columna
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Un sueño atroz

No tiene más remedio que haber sido un sueño atroz, se dijo el hombre, cuando medio pudo pensar. Había abierto los ojos súbitamente. Había mirado el reloj: las tres y media. Qué cosa tan absurda. Seguramente no se despertaba a esa hora desde que su madre lo acunaba para que siguiera durmiendo. Bebió unos sorbos de agua. La agitación del pecho, el sudor, la oscuridad del silencio urbano, todo apuntaba en aquella dirección, la del torbellino interior. Pues no de otra forma podía haber estallado la realidad, según iba recordando. Unos fanáticos religiosos habían producido una carnicería humana en las venas ferroviarias de Madrid, alrededor de las ocho, un día laborable cargado de inocentes. El Gobierno, incapaz de asumir lo ocurrido, dio por hecho que se trataba de una acción de los desalmados habituales, los de ETA. En realidad, le convenía creerlo. Cuatro días después se celebraban elecciones, unas importantísimas elecciones que era preciso no perder, por el bien de la patria. Y como la oposición había coqueteado, a través de un catalán separatista, con otros vascos separatistas, los doscientos muertos rotos encajaban perfectamente en el rompecabezas de la doctrina oficial. Cualquier otra cosa no sería tolerada. Ni que se hubiera encontrado, en las inmediaciones de la matanza, una furgoneta con versos del Corán y detonadores no habituales de ETA. Ni que un testigo hubiera observado, en torno al vehículo, a tres individuos con los rostros sospechosamente cubiertos, como si hiciera un frío que no hacía. Ni que la Casa de España en Marruecos, tras la hazaña de Perejil, no hubiera sido atacada meses antes. Bah, tonterías, dijo el presidente. Imposible, secundó su dócil candidato. Así que manos a la obra: el ministro de Interior se dedicó a retorcer públicamente los datos de la evidencia inmediatos. Eso sí, con una cara de niño bueno que daba lástima. La ministra de Exteriores cursó a sus embajadas un doctrinario de obligado esparcimiento: la culpa es de los malos del PSOE, amigos de un amigo de un amigo de ETA. El portavoz televisivo intoxicó a la opinión mundial. El emperador Bush se puso extrañamente triste, como si en el fondo estuviera contento. En realidad él ya sabía que habían sido los secuaces de Sadam Husein. Pero no iba a darle ese disgusto a su amigo Aznar.

El PSOE ganó aquellas elecciones, en Madrid y en Sevilla. Al parecer la gente, que ya había ido atando otras mentiras de destrucción masiva, no había mordido el anzuelo del Gobierno, salvo sus fervorosos seguidores. Éstos, por descontado, atribuyeron el vuelco electoral a las maniobras habituales de la Cadena SER. La patria estaba decididamente en peligro.

Al hombre le hubiera gustado saborear un poco más aquella victoria de la izquierda, también contenida en la disparatada secuencia. Pero no pudo. Una congoja se le había agarrado al esternón, como un grumo de sangre, y no había manera de sacársela. Trató de disolverla en lo que quedaba del vaso de agua, pero nada. Con el último sorbo, se tragó medio orfidal, que le ayudó a dormirse como en los lejanos brazos de su madre. Todavía medio pensó: tengo que contarle este sueño a mi psiquiatra. Lo malo es que no se lo va a creer. Sobre todo cuando le diga que todo eso ocurrió en cuatro días.

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